viernes, 22 de febrero de 2008

YO TARZÁN, TÚ JANE



Fue en Agosto, verano del 69, me llevaron a ver una película y entré desganado porque me enteré de que era “en blanco y negro”. “¿Una película de tarzán en blanco y negro?, ¡menudo rollo!, para eso ya está la televisión”.
El tarzán que yo conocía, en riguroso technicolor, era un tarzán desnaturalizado y un tanto absurdo, que protagonizaba engendros como “Tarzán 66”. El protagonista variaba en cada película y era difícil entender el papel de aquel tipo en taparrabos que de pronto podía ponerse traje y corbata.
Aquel día lo comprendí todo. El tarzán de la era ye- era el intento desesperado por seguir sacándole jugo al mito, un mito que había llenado cines y fantasías desde los remotos años veinte. El auténtico y verdadero rey de la selva era ese tipo con cierta obtusa belleza en la expresión que vivía entre monos y combatía contra leones a los que reducía en 8.02 segundos de pelea (de la que salía con un par de magulladuras). Tampoco era muy lógico que dos escenas más adelante los animales de la selva le siguieran como corderitos al son de uno de sus alaridos pero daba igual. Johny Weismuller, aquel ex-nadador olímpico con el pelo cortado a navaja -solo ligeramente revuelto-, vivía en una jungla mucho más creíble y amenazante que la del verde fosforito de los sesenta. Además, las copias que yo veía entonces estaban tan deterioradas que aumentaban sensiblemente el efecto arqueológico de la experiencia.
Vi todas las películas de Weissmuller y me enamoré en secreto de Maureen O’hara (hasta el nombre lo tenía atractivo). Ahora bien, nunca ninguna escena me impactó tanto como la de la primera conversación Jane-Tarzán. Ahí están la bella y la bestia, el esfuerzo básico y torpe por comunicarse entre extraños, la fascinación por el otro género y finalmente la vuelta al impulso primario de supervivencia: “Comida” “Tengo hambre”. Impagable de verdad.

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