viernes, 20 de febrero de 2009
INFARTO
Hasta donde yo sé, esto es un texto inédito. Lo ha redactado un amigo (y sin embargo compañero de trabajo) relatando su experiencia hospitalaria tras sufrir un infarto de miocardio. Me parece muy directo, muy creible, muy “a ras de suelo”, vamos, que te puedes “ver” en él. Gracias Morex, un detalle la primicia:
Infarto
Los médicos visten de blanco, las enfermeras de azul, las auxiliares de rosa y los celadores de gris. Estaba claro que aquel tipo con camisa blanca y pantalones de tergal negros no era de la plantilla del hospital y que quien pasaba ante nuestros ojos sobre la camilla completamente cubierto por una sábana había dejado de estar enfermo.
No iba a ser el último fiambre que viera en los siguientes ocho días de estancia en el centenario Hospital de Basurto.
Eran las cinco. Hacía más de dos horas que había llegado al pabellón de urgencias. El puto dolor en el pecho que me había despertado a las dos de la madrugada no paraba. El diagnóstico de lo que me pasaba se lo había hecho bien claro, nada más entrar, a la enfermera del mostrador:
- Hola buenas noches. Mira, que… creo que me está dando un infarto
- ¿Has pasado por recepción ?
- No, es que me está dando un infarto.
- Ya, tienes que pasar por recepción.
- …
¡Tócate las pelotas, le digo a la tía que me está dando un infarto y me manda a recepción !
Pues, nada, cumplido el trámite burocrático de dar mis datos, regreso al mostrador del principio con la misma cantinela. – Que tengo un infarto. Ya he dado mis datos en recepción.
Quince días antes mi sistema circulatorio me había avisado. Itxaso y yo estábamos materializando nuestro propósito de enmienda y subíamos el familiar y modesto Pagasarri como primer hito en el decidido empeño por retomar los añorados tiempos de trepadores de montes. En ocasiones había sufrido sensaciones de presión en el pecho que remitían al poco pero esa vez aquella mezcla de presión, dolor y quemazón me dejaba sin resuello. La doctora del ambulatorio sospechó que la cosa podría ser importante. Me dio medicación, me mandó análisis y me derivó al cardiólogo.
No me había dado tiempo a llegar a la cita para la prueba de esfuerzo. Una semana antes estaba en las urgencias con aquel jodido dolor que ninguna postura aliviaba.
A pesar de todo el electrocardiograma no reflejaba nada. Luego supe que eso pasa con los « infartos no Q », en jerga médica. Que aún no se si el tema es que mi infarto no tiene la « Q » de calidad.
Ignorando mi preciso autodiagnóstico, el cardiólogo de turno, que probablemente no llegaba a la treintena, insistía en seguir pinchándome. Una y otra vez del laboratorio mandaban un informe en el que venían a decir que era imposible practicar en mi sangre la prueba para detectar las encimas que se liberan cuando la interrupción de flujo sanguíneo al corazón provoca la muerte de los tejidos al quedarse sin papeo. Por lo visto tenía una sangre tan grasa que podía freírse huevos con ella. Hasta cinco veces soporté la desagradable sensación de una hipodérmica penetrando lentamente bajo mi piel en busca de una vena propicia. !Yo ¡ que nunca hubiera podido convertirme en yonky solo por el repelús que desde niño me han dado las hipodérmicas. Abominación que creció al ritmo del tintineo de las piezas de las viejas jeringuillas de vidrio que mi madre esterilizaba hirviéndolas en una pequeña cazuela de esmalte rojo sobre la cocina de carbón.
¡Por fin!¡A la quinta ! El resultado del análisis era concluyente. El jodido MIR de las pelotas ya había cumplido paso a paso todo el protocolo y, a no ser que yo fuera muy bueno fingiendo, no había la más mínima duda de que tenía un infarto. Como, por otra parte, estaba bien claro desde un principio
Me mandaron a Boxes. La primera vez que escuché este nombre me hizo gracia. Pensé que un enjambre de celadores vestidos de colores iba a rodear la camilla para cambiarle en décimas de segundo la botella de suero y las ruedas por otras de mejor agarre para circular a toda velocidad por las plantas de hospitalización.
Nada que ver. Se trata más bien de una zona de estacionamiento limitado vigilada las veinticuatro horas del día.
Lo que sí respondió con infinitamente más precisión a la apariencia de un Box de pista de Fórmula Uno fue la Unidad de Cuidados Intensivos del Pabellón Allende de coronaria y hemodinámica.
Desde las urgencias el cardiólogo y un celador empujaron mi camilla por un laberinto de pasillos subterráneos. Me pareció estar en una peli cuando la cámara adopta el punto de vista del enfermo y solo se ve pasar una sucesión de fluorescentes pegadas al techo.
Al alcanzar la UCI… Jodeeerrr, de pronto un montón de cabezas entraron en mi ángulo de visión y empezaron a clavarme agujas, colocarme sensores por todas partes y enchufarme a varias columnas de máquinas superpuestas. Eran como autómatas y todos parecían tener muy claro lo que debían hacer. Como los mecánicos de competición, tardaron segundos en realizar las maniobras…
Y hasta aquí llega el símil automovilístico.
De pronto cesó toda actividad. Me vi en una sala llena de camas dispuestas en semicírculo en torno a un control central con una docena de varados infortunados enganchados a máquinas que emitían pitidos intermitentes. Deduje que yo debía de tener el mismo aspecto y en ese momento empecé a preocuparme.
Por suerte, mientras esperaba en urgencias el resultado de los análisis, había tenido la precaución de quitarme un peso de encima. !Menos mal¡ En los siguientes cuatro días iba a estar formando un todo con aquella aparatosa camilla articulada, conectado a un sinfin de aparatos y sin poder levantarme para ir al baño. ¡Qué coñazo tener que mear metiendo el pito en ese recipiente plástico de cuello alto que llaman conejo!. Menos claro veo de dónde viene el apodo de « chata » con el que algunas personas conocen al otro artilugio para las aguas mayores. Más descriptivo me parece el sobrenombre de « cuña ». Se llame como se llame no hay hijo de madre que pueda aliviarse en ese chisme. ¡Y aguanta así cuatro días !.
La UCI de coronaria me guardaba otras sorpresas no del todo desagradables. Al segundo día de estancia en el infierno me despertó un toquecito en el hombro. Una auxiliar me dijo que venía a afeitarme. Alguien me había explicado que los cateterismos se hacían por la entrepierna así que en un primer momento pensé que me llevaban al quirófano ya y venían a hacerme las ingles brasileñas. Qué va… venían a afeitarme la barba! Qué nivel el de Osakidetza. Nunca me habían rasurado otras manos que no fueran las mías. Había escuchado a la chavala hablar en Euskara con alguna compañera así que le dije « Paradisuan nagoela dirudi ». Se puso roja, pero no por interpretar mi frase como un halago. No había entendido nada. Estaba estudiando para las oposiciones… y no era la única en el departamento como pude comprobar más adelante por otra casi cómica circunstancia.
En la UCI no sólo no puedes ir al baño. Dormir es casi misión imposible. Cada vez que se suelta un electrodo de los que controlan el ritmo cardiaco, la tensión o el pulso suena una alarma. Cuando no es a ti es al vecino. A media noche vienen a tomarte la temperatura. Si te has dormido ya, lo tienes claro. A las siete de la mañana empiezan a empapuzarte de pastillas, Si te has vuelto a dormir, espabila que empieza la fiesta.
A las rutinas contra el sueño se sumó, además, artillería de refuerzo. La vecina de la izquierda era una mujer mayor con algún tipo de demencia senil. Gracias a ella descubrí que para trabajar en esta unidad hay que tener nervios de acero y paciencia a prueba de bomba. Sus máquinas nos ofrecían un interminable concierto de Luís de Pablo sonando casi continuamente. La mujer decidió ponerle voz a la música. Las enfermeras ya no sabían qué decirle para que dejara de gritar y soltar improperios. Ante su insistencia en levantarse, cosa que llegó a conseguir en alguna ocasión, acabaron por atarla a la cama. Me partí de risa cuando una de las enfermeras desplegando todas sus reservas de paciencia intentaba con palabras cariñosas aplacar a la fiera.
De pronto la mujer comenzó a hablar en Euskara soltando sapos y culebras por la boca. La chica dió un respingo y exclamó ¡No me jorobes, espera que me saque el perfil dos !.
Más duro para el personal fue otro de los episodios de los que fui testigo en mi estancia en la UCI.
Alguien advirtió que tenían que prepararse para
un ingreso con hipotermia. De repente se inició una actividad febril con idas y venidas, demandas de material y comunicaciones constantes. Al poco un celador entró con una camilla que colocaron al otro lado de la sala justo enfrente de dónde yo estaba. Según le sometían al procedimiento de monitorización debieron de darse cuenta de que el paciente se les iba. Un cirujano (estos visten de verde) empezó a realizar maniobras de resucitación. En ese momento una enfermera se dió cuenta de que yo no perdía detalle y me corrió la cortina. Intenté que me dejara seguir mirando asegurándole que estaba curado de espanto pero, con una sonrisa, me dejo clara su negativa. Aún y todo por uno de los lados pude adivinar los movimientos del equipo. De pronto, como la grasa en el anuncio de Fairi, el enjambre de médicos, enfermeras y auxiliares se separó de la camilla. Un silencio rasgado por un pitido continuo inundó la sala.
Más que percibir la llegada de la muerte me impresionó el abatimiento que pude leer en el perfil encorvado del médico. Tras dejar a un lado el desfibrilador después de varios intentos, con sus manos había practicado si éxito el masaje cardíaco. Hace años en Gernika, haciendo una Unidad Móvil de la radio me había pasado algo parecido, pero yo creía que los médicos estaban habituados al tránsito al otro mundo. Parece que hay cosas a las que es imposible acostumbrarse.
En la UCI vi mi corazón por dentro. Uno de los cardiólogos hizo un ecocardiograma y fue alucinante ver cómo se abrían y cerraban las válvulas internas. Una pasada de tecnología. Tras ésta y otras pruebas llegó el momento de someterme a una intervención mediante cateterismo. No sabía lo que me esperaba.
Te informan de que, aunque mínimo, hay un índice de riesgo. Luego te hacen firmar un papel en el que te das por enterado y autorizas la intervención. Acojona.
Me prepararon para el quirófano. Esta vez sí me hicieron las ingles brasileñas, pero solo una. Me rasuraron también la muñeca derecha. Los cirujanos esperaban poder hacer la intervención desde el brazo. Tiene menos riesgos y la recuperación es más rápida.
Al final atacaron por ahí. Las pasé putas.
Al entrar en quirófano el cirujano me preguntó por el libro que estaba leyendo. Creo que lo hizo para tranquilizarme, aunque yo estaba relajado. La ignorancia es así. Me esperaban los noventa minutos más angustiosos que recuerdo. Me habían dicho que la duración media de esta intervención es más o menos de una hora pero que depende mucho del caso. Puede llegar a las cuatro horas y más. Incluso, a veces, tienen que hacer descansos. No sentí el pinchazo en la muñeca para colocar la canícula por la que meten el instrumental pero cuando llegó el catéter al pecho…¡ La madre que lo parió !. A los diez minutos me importaba un bledo ver o no la pantalla. El dolor era serio y una enfermera se pasó el tiempo advirtiéndome de que no me moviera. Empecé a sudar alternando todas las temperaturas. No me atrevía ni a preguntar cuánto tiempo quedaba por temor a la respuesta. Intenté pensar en otra cosa pero solo me vino a la cabeza cómo tiene que ser que le estén torturando a alguien y no sepa si la sesión va a durar minutos, horas o días. Yo por lo menos sabía que aquello iba a acabar en algún momento. Y, por fin, llegó el momento.
Mediante el catéter te inyectan un contraste que permite ver en la pantalla del ecógrafo cómo están las arterias y el grado de atasco que sufren. Tenía una al setenta por ciento y la coronaria derecha colapsada al cien por cien. Primero te desatascan, si pueden, y después te insertan unos stent para mantener la arteria abierta. Se trata de una especie de muelles de bolígrafo hechos de una malla fina que se expanden en el interior. Me metieron tres. El atasco era largo y viejo. Aunque noté que la comparación no agrada a los cirujanos lo cierto es que se trata de fontanería pura y dura… bueno, vale, fontanería fina, pero fontanería al fin y al cabo.
La cara con la que salí del quirófano no se parecía en nada a la de la entrada. Llegué bromeando con el celador y, si cuando me sacaba llega a decirme algo, me cago en sus muertos.
Más tarde me enteré de que hay gente que ni se entera de la intervención. No sé porqué coño siempre elijo la peor opción.
Me llevaron de regreso a la UCI. Yo solo quería que me subieran de una vez a planta. Necesitaba sentarme en una taza de water como es debido.
Lo comenté con la enfermera y me insinuó que haría lo posible por adelantarme el turno. No coló. Cuando alguien preguntó quien era el siguiente ella dió mi numero pero le corrigieron señalando que mi vecina de la derecha llevaba más tiempo esperando. Entonces ocurrió algo que sorprendió al propio personal. La mujer, madre, por cierto, de una compañera de la Universidad, se puso a llorar como una desconsolada suplicando que no la sacaran de allí. En ese momento sí que sentí de verdad que se me encogía el corazón. La mujer tenía tanto miedo que se creía desprotegida si la subían a planta y se aferraba desesperadamente al mástil del gotero. Otra vez tuve que quitarme la boina ante la profesionalidad y humanidad del personal que a cariño limpio tranquilizaron a la mujer y la sacaron de allí.
Yo, mientras, deseando marcharme.
No hay mal que cien años dure así que un par de horas más tarde llegó mi turno. Me despedí del personal con un « La próxima nos vemos en el bar » y disfruté entusiasmado del viaje en ascensor conducido por un celador hacia la habitación de planta. Adivinad lo que hice nada más llegar.
Por un número no me tocó cama capicúa. Mi vecino de habitación no debía de ser supersticioso porque a él no le dió mucha suerte el 212.
José Mari era un humilde jubilado de La Naval que vivía en el populoso barrio de Otxarkoaga con su mujer. Prácticamente la única que le visitaba además de dos sobrinos que estuvieron una vez. « Está todo el mundo de vacaciones » me dijo casi como justificándose. El día que me fui dejándole allí volví a tener una sensación cardiaca para la que dudo que los especialistas tengan pastilla.
Los días en planta no se me hicieron largos. Si es verdad que quien tiene un amigo tiene un tesoro yo estoy en los puestos altos de la lista Forbes. Hubo momentos incluso en los que me hubiera gustado ser un poco más menesteroso en este aspecto. Bueno, José Mari tuvo también entretenimiento. Un día, cuando la cuadrilla se había ido por fin, le dije a mi compañero de habitación « a que están buenas mis amigas », lejos de recibir una respuesta picara o soez como confieso que esperaba, me sorprendió un elegante gesto que expresaba asentimiento y admiración como quien valora un trabajo bien hecho.
Una noche me di un susto de muerte. De pronto me despertó un estruendo. Tardé varios segundos en darme cuenta de que mi vecino se había caído de la cama. Puf ! pensé que le había dado algo. Intentando alcanzar un respirador acabó de bruces en el suelo.
Un viernes nos dijeron que el lunes recibiríamos los dos el alta. Llegado el día, el médico me confirmó la decisión pero con José Mari había un problema. Su corazón estaba desbocado y tenía que quedarse allí. Me resultó muy duro el reflejo de la frustración en su cara.
Creo que ocultó las lágrimas en el retrete. Me pasó una tarjeta desgastada con su nombre, dirección y teléfono y me pidió que llamase a su mujer para decirle que no tuviera prisa en llevarle la ropa.
Más de un mes después de dejar el hospital sigo recibiendo llamadas y mensajes de móvil de familiares, amigos y compañeros de trabajo que se han enterado de lo mío al regresar de vacaciones. Se agradece aunque cada llamada te hace más consciente de la gravedad del asunto.
Mi trabajo ahora consiste en lograr una buena recuperación y conseguir que el incidente quede en una anécdota más para contar. Olvidar la historia será difícil si estoy condenado a tomar varias pastillas el resto de mis días y a controlar los niveles de colesterol y triglicéridos. A falta de capital y patrimonio inmobiliario parece que se confirma la herencia que Matilde pasó a sus hijos y mi madre a mi.
Pues, nada, habrá que administrar el legado.
Joserra
Septiembre de 2.008
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4 comentarios:
Impresionante!! Espero q tu compañero y amigo, siga bien, aunque sea con las pastillas, por muchos años.
Pues está bien. Pero le dió un segundo infarto tambien relatado (de otra forma). Ya veréis. Muchas gracias de su parte.
Hazle llegar a Joserra todo el animo del mundo. No le veo desde que me marché de Bilbao, pero es uno de los nuestros, de aquella generación del 82 en la facultad de Leioa.
Suerte para Joserra y para ti, Roberto, que la vuelta a los escenarios sea todo un éxito. Zarama forever!!!
SALUDOS A TU COMPAÑERO Y HUMANO SER, AUN EN CIRCUNSTANCIAS TAN DURAS Y IFICILES.Q SE REPONGA.
TAMBIEN SALUDOS A TI , ROBERTO DE UNA EX-COMPAÑERA DE ONDA-3 DE HACE MAS DE 23 AÑOS....AGURRAK
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