jueves, 22 de junio de 2017

NOCHES DEL ALENTEJO




Erase una vez un hermoso lugar repleto de casas blancas y rojos tejados. Por sus estrechas calles empedradas se accedía a amplias y elegantes plazas cargadas de historia. En ellas lo mismo podías encontrar iglesias medievales o construcciones romanas. Aquel lugar, situado hacia el sur de Portugal, era El Alentejo y su capital Evora.
En aquel entorno singular podían verse turistas, sí, pero no era uno de esos lugares en los que el turismo lo anega todo. Todavía era posible disfrutar de librerías a la vieja usanza, bares y casinos amistosos y comedores tradicionales a precios razonables.   
Aunque resulte extraño, en aquella zona abundaban alcaldes y concejales que se definían sin complejos como comunistas. Muchos lugareños, al parecer, estaban contentos con su trabajo y les votaban una y otra vez.
Era el mes de junio y en la plaza llamada “Giraldo” se alzaba un elegante escenario. Estaba a punto de arrancar el EXIB, encuentro de las músicas de Iberoamérica. Esta iniciativa unía durante cuatro días a artistas de todo Iberoamérica y a programadores y periodistas de diversos países del mundo mundial.
No eran, en general, artistas muy conocidos fuera de sus países. Durante meses los candidatos se sometían a una selección muy difícil. Entre cientos de aspirantes había que elegir unos veinte. Tocar en el EXIB no era solo la oportunidad de presentarse ante un público nuevo. Entre los espectadores había responsables de importantes festivales, managers,  periodistas y numerosos músicos. No era, de ninguna manera, un festival más. Conseguir un bolo redondo en el EXIB podía suponer, como quedaba demostrado en anteriores ediciones, un importante espaldarazo en la carrera de cualquier artista.
Y así pasaban los días en aquel entorno privilegiado. Por la mañana, en la zona profesional -sita en el hermoso palacio Don Manuel-  se repetían contactos y entrevistas. Por la tarde era el momento de las plácidas actuaciones en la plaza de Giraldo y al anochecer llegaba el turno para los artistas invitados, shows increíbles en patios de locales que parecían decorados para una película sobre la Belle Epoque.
Y entonces, como si de un hechizo se tratara, cuando el manto de estrellas cubría aquel lugar, toda la ciudad se ponía a los pies de la música para vivir, espontáneamente,  momentos irrepetibles, uno trás otro.
Guitarristas argentinos, violinistas vascos, cantantes llegados de México, Catalunya o de la propia localidad, pandereros gallegos, virtuosos del Laud llegados desde el Kurdistán. Cualquier rincón era bueno para armar una jam sin necesidad de cita alguna y sin hora de cierre... conversaciones musicales en un clima participativo donde músicos y espontáneos creaban melodías increíbles. El promotor coreano, el periodista londinense, la directora de museo mexicana y el concejal de cultura local se hacían un solo ser con la música para seguirla con palmas, para bailar a su aire o para desafiar la noche con aullidos de placer.    
Al amanecer, con el canto del gallo, cada uno volvía a su lugar. Entre ojeras y carrasperas volvían la ventas, las presentaciones, las “master-classes”, las firmas.
Pasados esos días la ciudad recuperaba su ritmo habitual. Músicos y profesionales volvían a sus casas y aquellos sonidos nocturnos dejaban de escucharse.  
Pero ahí quedaba, flotando en el ambiente, ese valioso mensaje: personas de diferentes latitudes, costumbres e idiomas se pueden unir para entenderse y gozar juntos.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado, y quien no levante el culo, se le quedará pegado...

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