jueves, 16 de mayo de 2019

EL ABRAZO


Corría el año 1982 y yo, desgraciado de mí,  estaba en la mili. Tras un par de meses de instrucción en Gasteiz, aprendiendo  a desfilar como un perfecto muñeco mecánico, me destinaron a Donosti, Brigada de Montaña. Nada más llegar al cuartel, se abrieron ante mi dos alternativas, a cual más temible. O me quedaba a disfrutar del campechano ambiente de las novatadas cuarteleras o me apuntaba voluntario a unas maniobras en los pirineos: “susto o muerte” , como en el chiste.
Los soldados veteranos eran otros pringados como nosotros pero llevaban allí unos  meses más. Eso los dotaba de una autoridad no escrita, emanada del hecho incontestable de que se irían antes. Ante nosotros se mostraban como tipos duros, curtidos, sin piedad. Su mero aspecto ya era un factor desmoralizador; si en unos meses habían envejecido tanto... ¡qué nos esperaba Dios mío!.     
Aterrorizar a los “conejos”, era una tradición, consentida por los mandos, destinada a ir forjando el espíritu castrense a base de bromitas inocentes como desfilar en calzoncillos en el amanecer helado o que un botarate borracho te rasurase los testículos con una cuchilla roñosa...
No tuve el “placer” de conocer esa experiencia, a mí me estaba reservada otra. Durante el viaje en camión hacia los Pirineos, apilados como sacos de patatas, me llegó una noticia que me dejó pasmado. Aquel hatajo de críos asustados éramos parte del “operativo para impermeabilizar la frontera contra posibles atentados de ETA”. Sí, éramos, se suponía,  como esos que pocas semanas antes había visto en la revista “Interviú”. Era como una película fantástica, como una pesadilla vivida en directo.
De la plácida vida de estudiante de periodismo/amigos/rock & roll/novia/militancia rojeras/tortilla recalentada,  había pasado en tiempo récord al mayor surtido de precariedades y sinsentidos que imaginarse pueda. Pelele sin derechos en manos de tipos amargados y a menudo alcoholizados que llevaban fatal eso de “la transición a la democracia” y vivían en perpetua paranoia en aquellos “años de plomo”.
El vetusto camión remoloneaba quejumbroso ladera arriba mientras una lluvia pertinaz y rabiosa embarraba el camino al infierno. Cuando por fin el agotamiento nos sumía en un sesteo precario, una voz ejecutiva conminaba a saltar y a empujar aquella mole cuaternaria atrapada en algún lodazal hasta que la rueda sufriente de turno dejaba de escupirnos fango.
Llegamos a la ladera de aquel monte donde debíamos montar el campamento con mucho retraso. Estábamos en el valle de Salazar, tierra originaria de mi familia paterna , que yo habría querido visitar en otras circunstancias.  
El panorama que se extendía ante mí era de una hermosura imponente. Crestas  pirenaicas difuminadas por una cortina de lluvia entre la que se adivinaban elegantes casas de tejados puntiagudos. Todo me llevaba inevitablemente al recuerdo de mi padre. El solía cantar, en cuanto se sentía a tono, aquella jota que me helaba el corazón: “En el alto el pirineo soñé/ Que la nieve ardía/ y por soñar imposibles soñé/ Que tú me querías”... El caprichoso destino quería que yo estuviera precisamente ahí, en medio de aquel entorno que él me había descrito con tanto detalle porque, ironías de la vida, a él también le toco conocer la tierra de sus antepasados durante su eterno servicio militar. Algo así como juntar cielo e infierno en un mismo espacio-tiempo.
-“Vayan montando las tiendas y rapidito, que ya está anocheciendo. Si falta alguna pieza se buscan la vida”.
Montar una tienda de campaña. Algo unido hasta entonces a vacaciones y alegría entre amigos era ahora una inquietante amenaza. ¿De verdad que teníamos que erigirla sobre aquel barrizal? ¿De verdad que teníamos que buscar palitos por el monte para sustituir los anclajes perdidos? ¿de verdad pretendían que pasáramos la noche allí? 
Una risa nerviosa y cantarina fue toda la respuesta que recibí a mis preguntas. Era la risa de Josean Albisu, recluta donostiarra y  hombre al que el destino (bueno, y el sargento Macarro) había tenido a bien ponerme de compañero de fatigas.
- “Vaya, esto le parece a usted muy gracioso. Cabo, apúntele a ‘risitas’ 15 días de arresto a prevención”...
Lo que se dice un buen comienzo. Pero nada grave comparado con la noche que se nos echaba encima. Tras un periplo tortuoso en busca del “palito perdido” , montamos aquel amasijo inestable en cuyo interior debíamos dormir. Lo intentamos, sí, pero fue inútil. Una y otra vez la construcción caía sobre nosotros sin remedio y una y otra vez salíamos a la intemperie de una noche de perros a tratar de de enderezar lo imposible. No éramos los únicos. En la inmensa negrura de la noche podían oírse las voces de otros reclutas maniobrando entre juramentos. Yo notaba que enfermaba por momentos  pero no llegaba a desesperarme del todo porque Josean, divina insensatez, seguía con aquella risa contagiosa, como si, efectivamente, se tratara de una divertida jornada de camping “un tanto” accidentada.
- Esto es la hostia tío... ja ja ja... De esta no salimos  ja ja ja...
Al amanecer y sintiéndome ya como una auténtica piltrafa, Josean me ayudó a llegar hasta el furgón/botiquín donde dormía placidamente el sanitario. Tras aporrear la puerta durante un buen rato, el tipo nos recibió legañoso, me puso el termómetro y me dio un par de analgésicos.  
-“Joder tienes mucha fiebre,  métete en la camilla  y ya aviso yo luego al sargento”.
El cabo de enfermería se volvió a dormir y yo me sentí flotando acurrucado entre las mantitas, al calor de aquella estancia climatizada.
Pasado un tiempo indefinido en brazos de Morfeo, la cruda realidad me dio una nueva bofetada. No, no fue el cabo quien me despertó, sino  la voz agria y etílica del temible sargento Macarro gritando a los cuatro vientos mi nombre y apellidos como si le fuera la vida en ello. Me puse la botas temblequeante y salí escopetado...
-“Estoy aquí mi sargento”.
Aquel tipo pequeño y malencarado vino hacia mí con paso resuelto y me estampó un puñetazo en el pecho.
- “¿Que coño hace usted ahí? ¿Es que no sabe que al botiquín solo puede enviarle un mando? Pensábamos que se había fugado. ¿Usted se cree que estamos de camping? Queda usted arrestado. En cinco minutos se presenta junto al aljibe”.
El aljibe: una cisterna de unos tres metros de largo con un grifo del que manaba un tímido chorrito de agua polar. Albisu y yo, al parecer los dos apestados del regimiento, nos encargábamos de limpiar vajilla, cubiertos y cacerolas de toda la compañía rascando con nuestros estropajos bajo aquel hilillo de agua turbia. Habría llorado, habría maldecido, me habría vuelto loco quizás ...pero ahí estaba el jodido Josean, partiéndose por el eje como si fuera la catarata del humor.
-“Joder Bilbo –ja ja ja- aquí hay mierda para aburrir –ja ja ja- parecemos los de Villarriba y Villabajo –ja ja ja-  No te agobies tío. Aquí se van a quedar con sus putos platos. Si se creen que nos van a amargar van listos...” 
Así que en eso debía consistir aquello de “hacerse un hombre”. Saber que tu calidad de vida puede, de la noche a la mañana, volverse nula. Asumir que debes obedecer ciegamente y sin rechistar a unos tipos que te odian. Constatar que estar enfermo, no conlleva necesariamente camita, medicina y mimos sino que puede ser causa de castigo... Comprender, en fin, que la condición humana puede ser mucho peor de lo que imaginabas y que la democracia puede hacerse añicos de un día para otro.  
Para completar el menú estaba también la muerte. Nunca antes me había planteado seriamente su cercanía, pero en aquellos días de fiebre y penurias llegué a pensar que en cualquier momento  podría desfallecer y quedarme para siempre entre aquellos valles.
Si las condiciones eran penosas para todos, Albisu y yo nos llevábamos el premio gordo. Todos los días participábamos junto al resto de la tropa en largas marchas monte a través, conociendo las poblaciones de la zona: Otsagabia, Jaurrieta, Itzalzu, Eskaroz... pero para nosotros no había derecho al descanso. Tras la comida y la cena los dos apestados estábamos obligados a hacer el más lastimoso fregado que imaginarse pueda y  por la noche, debíamos restar dos horas al sueño para hacer guardia al aire libre, provistos en caso de lluvia, eso sí, de unos impermeables mugrientos que pesaban como losas. Las risas, palmetazos y comentarios sarcásticos de Josean eran el único consuelo en aquellos días de espanto. Estaba convencido de que nadie podía estar tan mal como yo en aquel campamento siniestro, pero, al parecer,  estaba equivocado.
Fue en la tercera o cuarta noche de aquellas maniobras. El cabo de guardia subió hasta mi puesto acompañado del soldado que me había de reemplazar, un muchacho paliducho,  aterido de frío, que ni siquiera me miró ni pareció escuchar mis palabras de ánimo. Sabía, vagamente, que era de Alicante y días antes ya me había fijado en que portaba el fusil de asalto como si le diera repelús. Le esperaban dos horas plantado a la intemperie, en medio de ninguna parte, escuchando todo tipo de sonidos inquietantes surgiendo de una negritud insondable; justo lo que estaba yo a punto de dejar atrás.
Al poco de volver a la tienda y  embutirme en el saco de dormir, se escuchó una detonación lejana a la que no quise dar mayor importancia. Al amanecer, en formación de diana, el teniente Lopera nos informó escuetamente de lo sucedido. Un recluta “con problemas mentales” se había quitado la vida durante la guardia. No habría marchas en esa jornada y quedaban levantados todos los arrestos.
Entre las brumas de aquel domingo deprimente y lluvioso pudimos ver a lo lejos como una compañía de la guardia civil y un coche de la funeraria se acercaban al lugar y cumplían los trámites burocráticos del levantamiento del cadáver. No, lo de la muerte no era pura ensoñación en aquel entorno.
El terrible suceso cambió varios aspectos de nuestra vida allí. El cabo sanitario se acercó a mí durante la comida para preguntarme por mi salud y decirme que me acercara a su furgón por la tarde; lo hacía por indicación expresa del teniente Lopera (!). Allí mismo, en la “tienda-comedor” Lopera  nos conminó a contar “cualquier problema que tengamos” y a no “guardarlo para nosotros” . Entonces estuve a punto de ser yo el de la risa tonta, pero no era día para risas. El problema, para muchos de los presentes, era dónde poder llorar a escondidas.  
Las estrictas normas castrenses se suavizaron levemente tras el terrible suceso, pero el semblante de los soldados no podía ser más turbio. De un día para otro ya no era Josean el que me daba ánimos. El suicidio del recluta había cortado en seco aquellas carcajadas y ahora mi compañero de tienda mostraba su lado más vulnerable. Por la noche me rogaba que no dejara de hablar. Era incapaz de conciliar el sueño...
- Cuéntame una de esas historias que tú te sabes Bilbo... No puedo dormir.
“Aquellas historias” eran en realidad anécdotas exageradas que había leído sobre estrellas de rock, futbolistas y otros héroes de variado pelaje. Eran fabulaciones que me evadían tanto a mí como a él. Aquel entorno nos había vuelto indefensos. Repetíamos a edad tardía los miedos de los primeros días de colegio. En un tiempo record, aquel desconocido había pasado a ser una parte fundamental de mi vida. Nunca antes había sentido una confianza tan cálida e incuestionable. Las circunstancias extremas nos llevaron a confesar sentimientos que no habíamos contado antes a nadie. Alcanzamos un grado de amistad desconocido hasta entonces, una complicidad  esencial para que todo aquel horror no nos afectara más de la cuenta.
Los días de marchas sobre el barro y ranchos en vajilla de latón tocaron a su fin y la caravana de camiones desahuciados emprendió el camino de vuelta. El recuerdo del recluta que no volvía hizo correr otro mar de lágrimas mal disimuladas en la penumbra de aquel remolque.
De vuelta al cuartel Josean y yo fuimos trasladados a distintas compañías, alejadas entre sí y nuestras vidas cotidianas tomaron rumbos diferentes.
El estuvo destinado en el hospital de Burgos y apenas tuvimos un par de encuentros casuales durante la mili. Después de licenciarnos coincidimos alguna vez en el festival de jazz  y otra en una  manifestación anti militarista en Bilbao. Poco después alguien me dijo que ya no vivía en San Sebastián, que se había mudado con su moza, creo que a Leiza y que se había roto la cadera en un accidente de coche.
Han pasado treinta y seis años de aquellas maniobras. El viernes, mientras preparaba el programa en la redacción de la radio donde trabajo sonó el teléfono.
-“Hola Bilbo, Soy Josean Albisu... ¿te acuerdas de mí?”
- ¿Josean? ¿El que estuvo conmigo en la mili?
- “Si joder, el que estuvo contigo en el balneario de Otsagabía ja ja ja”.
Joder, la misma exacta risa de entonces...
-“Josean, qué sorpresa tío... te ríes igual igual, ¿donde andas?”
- “Estoy en Bilbo... He venido con un amigo al camping de Mundaka pero la tienda de campaña se nos ha hundido con la lluvia y el barro ¿te suena?”
- “Claro que me suena...joder esto es cosa del destino...”
- “Estoy aquí abajo, en la puerta de la radio... Me he acordado de que trabajas ahí. ¿Puedes bajar un momento?”
Casi antes de que pudiera acabar la frase ya estaba yo lanzado hacia la puerta. En el camino se reprodujeron en mí aquellas sensaciones de angustia, miedo e intenso cariño de casi cuatro décadas atrás. Aquella voz y aquella risa habían desatado algo en mi interior; algo que yo creía muerto, pero al parecer, solo estaba en letargo. Salí a la calle y miré por todos lados, pero no lo veía. Al otro lado de la carretera, sentados en un banco había dos señores de cierta edad a los que no distinguía bien porque me daba el sol de cara. Entonces uno de ellos, el más voluminoso, se levanto con dificultad y se acercó a mí cojeando...
“Que pasa Bilbo, ¿necesitas gafas o qué? Ja ja ja”.
No se qué pudieron pensar los que en aquel momento pasaban por ahí, pero os puedo jurar que nunca en mi vida he dado un abrazo tan largo y tan sentido. Estaba abrazando a un viejo compañero de fatigas, sí, pero era mucho más. Ahora sé que en ese abrazo intenso, vibrante, estaba el paso del tiempo, la compasión –y autocompasión- por la plenitud perdida, estaba aquella remota muerte compartida, estaban todos esos años de paréntesis y estaba, en suma, la conciencia incontestable de la fugacidad de la vida, algo de lo que te hablan los mayores y lees en los libros y escuchas en las canciones, pero no acabas de asimilar hasta que, de verdad, ese tiempo fugaz te planta ante el espejo.
Aquel abrazo fue como el de dos náufragos aferrados a los restos de un barco en la tempestad, pero con una diferencia. A nosotros nos esperaba un fin de semana de risas recuperadas.  

ROBERTO MOSO                    

  

            

4 comentarios:

Juli Gan dijo...

Menuda historia. La de muertes silenciadas que ha dado la mili a jóvenes asustados. Menuda salvajada de experiencia guerrera y varonil. Al menos conseguiste buenos amigos. Saludos.

nineuk dijo...

Si, y también alguno malo, no creas. Me alegro de volver a comunicarme desde aquí contigo, aunque sea con esa sensación inevitable de hacerlo con una niña con cara de picaruela ;-)

habie dijo...

Ese Rober y sus historias del abuelo cebolleta, se me ha puesto un nudo en la garganta por la ternura de tu relato, qué gusto volver a leerte

nineuk dijo...

Gracias Habie. La verdad es que es uno de esos relatos que cuesta escribir. Me comprometí con la revista Mendixut (del pirineo navarro) a contar aquellos días y tardé meses en terminarlo. En fin, otros lo han pasado -y lo pasan- peor, pero me sigue quedando un regusto amargo a impunidad.