martes, 20 de abril de 2021

HISTORIAS DE LA PUTA MILI

 


Hace ya veinte años que dejó de existir el servicio militar obligatorio. Veinte años sin “conejos” ni “bisabuelos”, veinte años sin novatadas ni sargentos chusqueros, veinte años sin entrañables “historias de la puta mili”, aunque no falten quienes se empeñen en contar batallitas a mínima ocasión que se les ofrece.    

                                                

El aniversario ha llenado radios y periódicos de reportajes plagados de recuerdos y anécdotas. Fuera de Euskal Herria la tendencia, salvo contadas excepciones, ha sido la de olvidar por completo el papel que jugaron los movimientos antimilitaristas en esta decisión. Conviene recordar que “la mili” sigue vigente en países como Grecia, Austria, Finlandia, Dinamarca, Estonia, Lituania, Chipre y Noruega, donde también es obligatorio para las mujeres. Suecia lo recuperó hace tres años, después de haberlo abolido en 2010. Otros ejemplos son Brasil o Israel, donde también reclutan a hombres y mujeres.                                                                                                     

En 1982 yo también tuve la ocasión de vivir esa experiencia. Si anulaba mi prorroga de estudios me destinaban a Gasteiz. No me lo pensé. Era una oportunidad para hacer la mili cerca y de forma simultanea a mis compañeros del grupo Zarama, justo cuando acabábamos de grabar el primer disco. La objeción de conciencia, protagonizada, sobre todo, por asuntos religiosos, estaba penada con cárcel y la insumisión aun no existía. Se suele decir a menudo aquello de que la mili “era una pérdida de tiempo” y es cierto, pero también es verdad que de una experiencia como esa se pueden aprender muchas cosas. Yo, por ejemplo, aprendí a confiar mucho menos en el prójimo, a apreciar el valor de lo que tenía en casa, a odiar con toda mi alma “los valores de la milicia” … También hice algunos buenos amigos que conservo, aunque a menudo, aquellos colegas del cuartel se convertían en casi desconocidos fuera de aquel contexto. 

No es malo sentir en carne propia que la libertad de movimientos, la higiene, la cultura, la salud y todas esas cosas que completan lo que llamamos “calidad de vida” se pueden ir a la mierda de un día para otro. Una cosa es que te lo cuenten tus padres y otra muy distinta sentirlo en propia carne.                                                                                                     

No, aunque no hice la mili en Ceuta, hacerla cerca no fue tampoco una panacea. Mi siguiente destino fue la brigada de montaña del cuartel de Donostia, que me permitió conocer delicias como las maniobras invernales en los pirineos o guardias en establos de mulos. Dos soldados de mi brigada murieron electrocutados en un horrible accidente y otro más se suicidó pegándose un tiro. Ninguno de los tres casos salió en la prensa.  Una estúpida negligencia en una guardia “de turuta” dio con mis huesos en el calabozo, lo que me permitió también conocer cierta experiencia “carcelaria”. Eran además “los años de plomo”; nuestros mandos y buena parte de los soldados vivían en perpetua paranoia. Claro que en la cantina siempre podías encontrar alcohol a bajo precio y tampoco escaseaban los trapicheos entre literas de todo tipo de sustancias. Un universo de jóvenes inseguros bajo las órdenes arbitrarias de tipos patibularios, nostálgicos de glorias pasadas. El paraíso, vamos.                                                                                          

Aquellos interminables 14 meses vuelven a mí cada poco tiempo, en forma de pesadilla o de recuerdo en momentos de distracción. En la medida de mis posibilidades apoyé después a aquellos que tuvieron el valor de negarse a coger las armas.

Dicen que otra de sus supuestas virtudes es que te permitía conocer gentes de diversos orígenes y clases sociales. Mejor que lo hagan con Erasmus, con Inter-rail o con intercambios de todo tipo. Las “historias de la puta mili” mejor en comic.                         

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