Un cuento de Gotzon Bastida.
Estábamos a mediados de la década de los ochenta,
todos teníamos alrededor de veinticinco años y nos movíamos por la vida con la actitud
demente de los electrones en el alma de un átomo, trazando trayectorias imprevisibles
y chocando unos con otros sin cesar. Era un tiempo aquél en que en nuestras
cabezas anidaban pájaros de todas las formas y colores cuyos constantes
graznidos y agitar de alas nos resultaba imposible calmar. Estábamos bastante
locos y, literalmente, todos ardíamos por dentro, y algunos también por fuera. Baste
como muestra este botón.
El día del que os voy a hablar era uno del mes de junio, atardecía y el
cielo tenía el color cereza propio de una prolongada ola de calor. Como todos
los sábados, habíamos bebido unas cervezas, fumado unos cuantos porros, hablado
por los codos, reído hasta torturar cada hueso del esqueleto y ahora el grupo,
reunido junto a la imponente y destartalada fachada colonial del viejo hotel,
estaba impaciente por aprobar un plan de acción para la noche. Intentábamos
llegar a un acuerdo en una asamblea improvisada junto a la ría, nuestra entrañable,
querida, repulsiva, odiada ría, como siempre pastosa, oscura y ancestral, por
la que en ese momento se desplazaba hacia mar abierto un ruinoso mercante con
bandera noruega desde cuya cubierta un puñado de marineros con el pecho al aire
o, como mucho, en camiseta de tirantes, saludaban agitando los brazos sin que
nadie desde los semi desiertos paseos de las orillas les respondiera. Tampoco
es que lo hicieran con mucho entusiasmo, saludar, los del barco. Tenían el
aspecto de actores abatidos o de reos cumpliendo condenas injustas. ¡Y siempre tan
asombrosamente escasos! Me parecía prodigioso que monstruos flotantes como
aquél fueran manejados por tan pocas manos, ¿o es que la mayoría se escondían a
la vista atrapados entre émbolos grasientos y cilindros verticales en la ruidosa
tripa del monstruo, siempre llena de nubes de vapor oscuro y al borde de una
explosión por sobrecalentamiento? Lo dudaba. No me imaginaba ni uno solo de
ellos que no estuviera en esos momentos en cubierta, atemperando la resaca y disfrutando
de los últimos minutos con tierra a la vista, retrasando todo lo posible el momento
de volver a mirarse a los ojos en medio de un desierto de agua, contando con
ansiedad los días hasta llegar a un nuevo puerto. Un poco más allá, la
barquilla del Puente Colgante se aburría sin apenas vehículos ni pasajeros,
detenida en uno de los lados a la espera de que pasara el barco. Todo sucedía a
un ritmo lento, tan lento como un Perezoso trepando a un árbol, como la espera
de una cita importante, como cada anochecer de aquel recién inaugurado verano
al que todos parecíamos llegar con un exceso de revoluciones en el motor
interno. Tal vez porque nos hallábamos justo en el epicentro de un mundo a
punto de desaparecer, y había algo dentro de cada uno de nosotros – un olfato
primitivo, alguna oficina del cerebro reptiliano iluminada y con vistas a la
calle- que de algún modo se daba cuenta y presentía lo que se nos venía encima.
Por ejemplo, y mirando tan solo a nuestro alrededor, faltaba muy poco para que una
mano negra hiciera que ese hotel que teníamos al lado, que constituía nuestro
lugar de encuentro y en el que tantas horas pasábamos, ardiera hasta los
cimientos y llamas gigantescas redujeran a cenizas aquellas paredes de techos
altísimos donde se mezclaban las señoras de chocolate y churros con los grumos
de yonkis pandémicos de cucharilla y rodaja de limón, todos ellos reconociéndose
mutuamente por ser del pueblo de toda la vida: hijos pródigos, vecinas
cotillas, niñas bien echadas a perder, jubilados espía, garbanzos negros,
lectoras de misal, todos y todas entrechocando miradas de lástima y desafío
cada tarde a de seis a nueve, ignorando lo poco que faltaba para que cayeran fulminados
uno tras otro por aquel fuego injusto y violento que también iba a acabar con
las leyendas de locura y crimen que habitaban las tenebrosas habitaciones encriptadas
del segundo piso, ese mismo e idéntico fuego que devoraría el gran salón de baile
de grandes espejos verticales que tanto me recordaba al del último tango de
María Schneider y Marlon Brando… Todo aquello sería lamido a lo largo de casi
un día por gigantescas lenguas de fuego entre columnas de humo negro y el
crepitar rítmico de maderas y cristales. Y luego, nada, silencio y olvido, todo
aquel friso histórico, aquel maravilloso fragmento de la comedia humana, reconvertido
en un solar triste y vacío sobre el que ya volaban los buitres de siempre con
las tablas de la ley comercial en el pico. Y en todos lados lo mismo. Rayos y
más rayos cayendo aquí y allá, sin control. Los bancos de piedra del paseo, en
los que nos apoyábamos esa noche de la que os quiero hablar, darían paso a aburridas
verjas metálicas con el escudo del ayuntamiento como adorno estrella. El buque
noruego que aquella noche ya empezaba a dejar atrás la protección de los diques
de El Abra, sería muy pronto despedazado obscenamente en una playa de
Bangladesh por un ejército de hormigas de aspecto humano y su cuerpo convertido
en lonchas de acero reabsorbidas por la industria militar. A los heroinómanos, perseguidos
con antorchas campo a través, expulsados a la más cruda de las intemperies y ya
convertidos en sacos de huesos, el tornado del SIDA los fue rastreando y
absorbiendo uno por uno, elevándoles en el aire girando sobre sí mismos como
derviches hasta hacerles desaparecer entre las nubes. Y también las gigantescas
toberas y cápsulas cilíndricas de humareda constante de los altos hornos que iluminaban
de un rojo apocalíptico y cegador nuestro cielo al compás de las coladas, también
ellas serían borradas del horizonte, junto a todas las formas de vida adheridas
como mejillones a su carcasa: proletarias ceremonias sagradas y festivos rituales
de cosecha cuya existencia dependía del latido constante de aquél gigantesco músculo
central. Y así podría seguir con más y más ejemplos. Obviamente, se avecinaba
un giro en el guion. Por todos los lados, a nuestro alrededor, refulgían mil
señales y sonaban largas trompetas. Una vez más, la historia tocaba a rebato. El
mundo analógico iba a ser enterrado junto a nuestra alegre juventud. Y todo iba
a suceder a una velocidad pasmosa.
Pero
antes de que aquel alud se nos viniera encima, en el inicio de aquella noche centelleante
y hormonal, alguien propuso dejarnos caer por una fiesta que un tal Toñín
celebraba en un piso de Baraca. Era una opción interesante. Desde muchos puntos
de vista. Incluido el empresarial. Porque llevábamos camello incorporado: uno
de nosotros se ganaba la vida pasando hachís y en la fiesta iba a tener
clientela asegurada. Y eso significaba que el grupo lo celebraría fumando
gratis y a destajo el resto de la noche. Grandes noticias. Así que debate
concluido. La decisión estaba tomada. Para allá que íbamos a ir. En marcha,
pues. Las cosas eran así por aquel entonces. Y todo funcionaba a las mil maravillas.
Incluso sin móviles ni internet, o precisamente debido a eso. Nos dividimos en
dos coches y cuatro de nosotros seguimos a Eme hasta su Renault 4 con una idea
muy vaga de cuál era la dirección exacta a la que nos debíamos dirigir. Esos
detalles no eran importantes en absoluto. La clave era moverse con decisión. De
una forma u otra siempre se acababa llegando. ¿Cómo? Pues, en general, de pura
chiripa. De aquellos días conservo el gusto por el caos como el mejor de los sistemas
para poner en orden lo que haga falta. Además, con el caos, suceden cosas. Muchas
de ellas completamente imprevistas, y siempre de lo más edificantes.
Ya
estábamos dentro del coche y con el motor en marcha cuando alguien golpeó desde
fuera el cristal de la ventanilla de Eme.
-
¿Adónde vais?
Nina
era una chica del pueblo. No solía andar con nosotros, su órbita era diferente,
pero había algo en el pasado que la relacionaba con Eme y no era del todo
extraño que algún que otro día se nos juntara en el tramo de una o dos
cervezas. Llevaba rapados ambos lados de la cabeza y una gruesa mata de pelo a
franjas grises y negras le iba desde la frente a la nuca dando la sensación de
que llevaba un mapache dormido en la parte alta del cráneo. Por lo demás, su
indumentaria habitual consistía en la superposición de mil trapos negros y
granates estudiadamente armónicos y algunos accesorios pesadamente metálicos
aquí y allá. Un aspecto que el paso del tiempo iba a normalizar, pero que en la
época de la que estamos hablando resultaba aun de lo más llamativo, más allá de
la portada de algunos discos.
- ¿Nos
lleváis? – dijo señalando con un movimiento de cabeza a alguien que tenía
detrás.
Desde mi posición, en lo que en cine se llama
un plano contrapicado, ví el perfil de Tara allí fuera y sentí que la noche
daba un salto cuántico en intensidad. Como si de pronto mi estómago hubiera
entrado en el hiperespacio. Tara no era de Portu, vivía en Algorta, se movía
con gente muy diversa y no era fácil de ver. Había coincidido con ella alguna
que otra vez y había algo en ella que me gustaba, me gustaba a rabiar. Nuestro
último encuentro había sido algo así como un mes atrás, en el bar del velódromo
de Anoeta. En medio de un concierto, el azar nos había hecho coincidir codo con
codo en la barra en busca de cervezas para nuestros respectivos grupos. Nos
saludamos muy de cerca y todo entre los dos fluyó a las mil maravillas. Una
sólida burbuja de cristal pareció envolvernos aislándonos de todo y de todos hasta
que de pronto una avalancha de gente surgió de la nada y se abalanzó sobre
nosotros. La actuación en sí parecía haber concluido, aunque, como siempre, del
interior del pabellón llegaba un rugido de silbidos y aplausos y se solicitaba
a gritos un bis que ya no nos podríamos perder. Así que nos despedimos con
besos en las mejillas, agarramos las cervezas recalentadas y nos apresuramos a reencontrarnos
con Iggy Pop en la olla. Claro que esa había sido mi percepción del encuentro,
pero ¿habría sido también la suya? ¿Y si no era así? Me prometí a mí mismo
conocer la respuesta esa misma noche.
En el coche nos embutimos como buenamente pudimos.
Ambas invitadas de última hora tendrían que ir a la fuerza sentadas sobre las
rodillas de alguien. Y los dioses me
sonrieron ya que Nina corrió a sentarse en la parte delantera, mientras que el
bendito azar y la necesidad de equilibrar pesos hizo que Tara se sentara en mis
rodillas, en el asiento trasero, justo detrás de Eme, que iba al volante. Todo
era ilegal a más no poder: sumábamos siete en un coche de cinco, cargábamos un
buen montón de posturas de hachís ya cortadas y envueltas en papel de plata
para la venta, algunos bolsillos escondían papelinas de speed y al menos, que
yo supiera, dos de allí dentro contaban con algún tipo de antecedentes… ¿Veíamos
algún problema en todo eso? ¿Tenía alguien algún tipo de preocupación? Para
nada. Ni se nos pasaba por la cabeza. Y eso que corrían los años del plomo y
abundaban los controles y la presión policial. Pero muchos parecíamos vivir inconscientemente
en un planeta aparte. Distinto y muy lejano. No había nada en nosotros de lo
que al parecer se ha convertido en la versión única y oficial de lo que fue la
juventud vasca de los ochenta. El euskera, ETA, la militancia de algún tipo, la
construcción de gaztetxes, Oskorri, el llamado rock radical o la lucha por la
liberación de un país o de cualquier otra cosa sencillamente no estaban. Y,
como mucho, cuando algo muy gordo sucedía en alguno de esos mundos, en el
nuestro se vivía un ligerísimo movimiento sísmico, algo así como un imperceptible ruidillo de fondo en los
confines del imperio. Es más, y os juro que esto es cierto, éramos quince o así
en el núcleo, cada uno de su padre y de su madre y nada fans -que conste- del
ballet clásico o el macramé y sin embargo…¡el Athletic tampoco existía! No
recuerdo una sola conversación sobre el club sagrado, y mucho menos que alguno
de sus partidos, por importante que fuera, entorpeciera ninguno de nuestros
planes. Y digo todo esto sin orgullo ni vergüenza, o sea, sin ningún tipo de
connotación moral. ¿Qué nos pasaba? ¿No éramos vascos? ¿No éramos humanos?
¿Habíamos sido depositados en la margen izquierda desde la Galaxia Andrómeda
con una memoria implantada? Estas preguntas me las hago ahora, ya entrado el siglo
XXI. Por aquel entonces a ninguno de nosotros se nos hubieran pasado por la
cabeza. ¿Quién nos iba a decir que con el tiempo nos volveríamos invisibles?
Como les sucedía a aquellos que molestaban a Stalin y se les hacía desaparecer
de las fotos oficiales, nosotros también miramos hoy las fotos de aquella época
y no nos encontramos, les damos la vuelta, las giramos y nada. Nos miramos
entonces con ojos alucinados y nos decimos unos a otros: “Joder, en esta
salíamos, estoy seguro de cojones, ¡nos han borrao, ostia!”.
Así que, como iba diciendo, en
aquel remoto día de aquellos tiempos extraños, el coche se pone mansamente en
marcha, con cuidado para no destrozar algo en los bajos al salir de la zona de
aparcamiento. Dentro, un conseguido collage de cuerpos en contorsión, un mecano
de ensamblajes, un magistral aprovechamiento de espacios gracias a una
combinación de geometrías óseas y flexibles líneas de fuga. Las nucas de Nina y
Tara van pegadas al techo y sus cabezas dobladas en un ángulo de casi noventa
grados. Llevo mi sien pegada al cristal de la ventanilla. Tara ha saludado al
entrar con un hola colectivo y luego ha habido otro más íntimo dirigido a mí. Bien,
bien, bien: buena señal. Su voz es húmeda y algo ronca, como si la corteza de
un árbol te susurrara al oído. Viste una camiseta negra de manga corta con un
dibujo en el pecho que no he podido ver bien y una falda larga de una tela
suave y brillante y muy fina con flores de muchos colores y una apertura
lateral que no sé por qué me evoca a Shangai. Tiene el pelo castaño y largo y
huele a vainilla o nata o algo por el estilo. En cada curva, por leve que sea, siento
partes nuevas de su cuerpo entrando en contacto con el mío. En medio de un
follón ambiental considerable que habla de todo y nada, remontamos las inclinadas
pendientes del pueblo y al poco ya estamos rodando a una velocidad considerable
por la carretera de la margen izquierda del Nervión camino a Baracaldo con el
“Scary Monsters” de Bowie tronando en los altavoces. En el exterior, se ha echado la noche y las
taciturnas farolas de Sestao se inclinan a nuestro paso haciéndonos un pasillo
triunfal mientras sus dardos de luz amarillenta escanean el interior del coche
con el ritmo fijo de un metrónomo. Bowie acaba una y arranca con otra en medio
de una explosión de risas por algo que no he captado. El cuerpo de Tara deja de
luchar contra la energía cinética, los planos inclinados y los cambios de
marcha y se relaja sobre el mío. Y de pronto lo siento, panorámico y global. ¿Sabéis
lo que es danzar con las estrellas? ¿Y que la expresión “escuchar violines en
el corazón” no suene increíblemente a horterada? ¿Conocéis la sensación rotunda
de estar viviendo un momento perfecto, salvajemente físico e inmortal? ¿De
tener toda la vida por delante y que esa vida te pertenece por entero y que es –
y va a seguir siendo hasta el día de tu muerte, seguro, seguro, seguro- fosforescente,
rítmica, cálida y vibrante al tiempo? Momentos así existen, lo sabéis, ¿verdad?
Ahí tenéis uno. No tienen nada que ver con la voluntad de los dioses, ni
dependen del alineamiento de ningún astro, ni están escritos en las líneas de
la mano, no, qué va, pero al mismo tiempo tampoco son el resultado exclusivo de
tu voluntad, hace falta algo más, y ese algo más es siempre extraño e inasible,
¿no os parece?, todo un enigma, el reflejo de una cosa tan grande y compleja
que la simple exposición a uno de sus destellos puede hacerte estallar la
cabeza. Dentro de ese coche, recorriendo aquella carretera única esa noche de principios
de verano, yo vivía uno de esos momentos, creedme, uno de esos esplendorosos instantes
en los que la vida aúlla salvaje y tú te estremeces por dentro y por fuera.
-¡¡Ostia!!
El
frenazo nos impulsa con violencia a todos primero hacia delante y luego hacia
atrás. Había agarrado de la cintura a Tara por puro instinto protector y luego
el retroceso la había mandado con fuerza de nuevo sobre mí. El coche se ha detenido
en seco. Eme baja a cero el volumen de la música y se hace un silencio total.
Todos estamos mudos de asombro ante lo que tenemos delante. Sencillamente, no puede
ser real. Tenemos que estar soñando. Y sin embargo está ahí, en el centro de la
carretera, a apenas dos metros, frontal, bajo la luna amarilla y redonda. Como
arrancado de una página mitológica, iluminado implacablemente por los focos del
automóvil, el tigre ruge con suavidad y eso basta para que la tierra parezca
temblar alrededor. Avanza un paso y nos clava una mirada profunda, serena, a
todos y cada uno de los que allí estamos conteniendo la respiración, con ojos
que parecen piedras preciosas con mil brillos que explosionan en otros mil y,
en su interior, el reflejo claro y preciso de un mundo donde el tiempo no
cuenta y el instinto lo es todo. La imagen nos abruma a todos y es de una
belleza tal que el universo detiene su expansión para observarla a gusto y guardarla
en su memoria. Eso dura un instante descomunal. Y de pronto hay sirenas y luces
azules a lo lejos desplazándose en nuestra dirección que rompen el hechizo. Como
si volviéramos de un viaje astral, tomamos de nuevo posesión de nuestros
cuerpos al tiempo que el tigre se agita y desaparece de dos saltos perfectos
rumbo a los tenebrosos pabellones de Altos Hornos. Dentro del coche, todavía en
silencio, Tara gira su rostro hacia mí y en la penumbra dorada de ese interior
nuestras miradas se cruzan a lo largo de cinco segundos eternos.
Y
en el sexto, justo después de esa eternidad, nuestros alientos se funden.
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