Un
insecto del tamaño de un puño golpea el parabrisas dejando una mancha verde en
forma de Z al tiempo que la urbanización en todo su esplendor surge ante él.
Reduce la velocidad y desciende suavemente hasta alcanzar los primeros chalés con
su exhibición de luces navideñas y jardines de césped perfecto. Durante un
instante le invade una sensación intensa de déjà vu, como si todo esto lo
hubiera vivido antes no una sino mil veces: el insecto, esa señal de tráfico
vibrando por el viento, aquella sombra de un columpio proyectándose monstruosa sobre
una fachada, el silbido lejano de un cohete, todo. Tras unos segundos, la
sensación se desvanece. Y su alma regresa al coche.
Es Nochebuena, y en el interior de las casas burbujea la vida mientras
los hornos jadean como ciclistas y las chimeneas arrojan humo a un mundo
repleto de villancicos, estrellas fugaces, campanas hechas de papel dorado,
rebrotes sicóticos, hojas de acebo, renos sonrientes, bajones anímicos, trineos
voladores, dulces carcajadas y sabe Dios cuántas cosas más. Su casa es una de las últimas del grupo, pero
cuando llega a su altura, por primera vez en siete años, no se detiene. Al
pasar, ha visto fugazmente la figura de su mujer sentada en la cocina. Se dice para
sí que dará media vuelta un poco más adelante, que tan solo necesita un pequeño
respiro, algún minuto más, aclarar las ideas a pesar de que lleva todo el día
planeando ese momento, conteniendo la rabia, ensayando cada una de las palabras
que quiere decirle. Sin embargo, continúa
rodando más y más hasta que la carretera vuelve a ascender dejando atrás el
valle, las luces, las casas.
La autovía
de la costa serpentea entre una empinada ladera a un lado y el océano al otro.
La noche es despejada y no hay circulación. Hay colgada media luna de color lima
allí arriba. Su brillo dulzón se desploma sobre el mar y le arranca destellos que
danzan como dibujos de Disney. Baja la ventanilla un par de dedos y con el aire
le llega un olor a salitre y pescado podrido. Es consciente de que cada minuto
que pasa se acerca más al punto de no retorno. En el asiento de al lado deja
que el móvil vibre. Y con cada uno de sus zumbidos, le llega una pregunta:
¿dónde estás, amor?, ¿pasa algo?, ¿estás bien?, hasta que finalmente el
teléfono queda en silencio y algo esférico y velludo se revuelve en su estómago.
Se detiene bruscamente y consigue abrir la puerta justo a tiempo para
inclinarse y arrojar un vómito oscuro y violento para sobresalto de lunas
afrutadas, océanos traidores y una araña cebra que, maldita casualidad,
dormitaba en su tela ajena a todo y soñando con moscas grandes como sandías.
Algo
más adelante gira a la izquierda, toma una vieja carretera comarcal en
dirección a las montañas y consigue por fin dejar el océano a sus espaldas. De
vez en cuando unas luces delatan alguna casa de campo muy a lo lejos. Le vienen
imágenes de mesas atiborradas, niños furiosos y perros moviendo la cola. Cosas
así. Ha apagado el móvil y lo ha tirado al asiento de atrás. No quiere verlo.
El aire que ahora entra por la ventana huele a estiércol y de vez en cuando se
oye el canto ronco de un pájaro oculto en algún sitio.
Tres
kilómetros más. ¿Qué está haciendo? El reloj marca la medianoche y ella estará pasándolo
mal de verdad. Habrá llamado a todos los amigos comunes, a los compañeros de
trabajo, estará pensando ya en accidentes y hospitales. Le da igual. Quiere
castigarla, destrozarla, hundirla del todo. Por cosas que él sabe y hubiera
preferido no saber nunca. La carretera parece atravesar ahora un bosque. Hay
gruesos árboles y una densa vegetación a los lados. Estira el brazo y palpa el
asiento de atrás hasta dar de nuevo con el móvil. El coche zigzaguea
peligrosamente en la noche invadiendo el carril contrario varias veces, aunque sin
nadie a quien alarmar pues a esas horas la circulación es nula y el mundo
parece vacío. Conecta, saltan llamadas y mensajes perdidos a los que no hace
ningún caso. Reduce algo la velocidad para escribir el mensaje: “Estoy bien.
Necesito pensar. Pocas ganas de sentarme contigo a cenar esta noche, la verdad.
¿Te imaginas por qué?”. Lo relee, duda unos segundos, pero finalmente lo envía
así, frío como la hoja de un cuchillo. Aunque, ¿y si se está equivocando?, ¿y
si todo tiene una explicación? Tiene ante sí una recta inmensa y acelera algo
más mientras busca la foto en el móvil. No sabe quién la ha enviado, pero le da
igual. La encuentra y la pone ante sí, apoyándola en la parte alta del volante.
Ahí están las miradas de caramelo, la de su mujer, la del otro, los labios
rozándose, la mano del desconocido apartando un mechón de pelo de la frente de
ella, todo despidiendo un aire de complicidad tan intenso como él no ha
conocido nunca, todo tan clásico, tan humillante, tan de folletín barato…Siente
de nuevo la náusea, el dolor, el desgarro, pero también la duda. Una duda
enorme y fatal. ¿Y si todo es una paranoia?
¿Y si está siendo víctima de una broma siniestra? Tiene que dar media
vuelta ahora mismo, tiene que volver y preguntarle y escucharla, tal vez haya una
explicación para todo esto y si la hay quiere conocerla, de viva voz, mirándose
a los ojos, aunque sea lo último que haga en la vida…
Levanta la vista de la foto justo para ver
durante un segundo el ciervo parado en el centro de la carretera, iluminado por
los conos de luz del automóvil. Un frenazo y un volantazo instintivos hacen que
el coche empiece a girar sobre sí mismo en dirección a los árboles. Dentro del vehículo el tiempo parece
transcurrir con una lentitud imposible. La noche y el mundo giran en torno a él
en medio de un feroz estrépito de metal y cristales. Y a pesar de todo, a pesar
de lo que está viviendo, de su contundencia física, de sentir la muerte tan
cerca, su mente no se mueve un milímetro de una idea central: por favor, por
favor, así no, es nochebuena, la noche de la bondad, la noche en que los deseos
se cumplen…Y él no quiere morir sin saber la verdad, ese es su gran deseo y lo
siente con una intensidad tan brutal que en el mismo instante en que el coche
se estrella contra los árboles y todo se hace pedazos…
Un insecto del tamaño de un puño golpea el parabrisas dejando una mancha
verde en forma de Z al tiempo que la urbanización en todo su esplendor surge
ante él. Reduce la velocidad y desciende suavemente hasta alcanzar los primeros
chalés con su exhibición de luces navideñas y jardines de césped perfecto.
Durante un instante le invade una sensación intensa de déjà vu, como si todo esto
lo hubiera vivido antes no una sino mil veces.
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