El traficante de esclavos lee con displicencia un libro de poesía. Le
parece simple, bisoño, desorientado. Un ejercicio estéril de egolatría
juvenil. Una sucesión de florituras pretenciosas con ínfulas de
malditismo. El traficante cierra el libro con cierta ceremonia y
bruscamente lo arroja al fuego, donde las llamas van lamiendo golosas su
propio nombre: Arthur Rimbaud
2 comentarios:
El más grande, Baudelaire; y, encima de todo, contratista de esclavos. Se lo pasaba en grande el tío. Por cierto: soy un gran odiador de los escritores que van de malditos. Cansan a cualquiera. ¡Abrazos!
Ah, los poetas malditos franceses. Todo oscuridad y enfermedades venéreas.
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