Volvía yo del trabajo, inmerso en mis cavilaciones y con las noticias sonando en la radio del coche, cuando de pronto escuché a Carlos Iturgaiz hablar de “Pinito de Oro”. La usaba para acusar al lehendakari Urkullu de hacer muchas “cabriolas” dialécticas “al igual que esa gran artista hacía en el trapecio”. Ninguno de los dos pareció apreciar que, en realidad hablaban de Pinito del Oro, efectivamente, una de las artistas de circo más importantes de la historia.
Quienes me conocen ya saben que la figura de esta mujer está entre las que admiro profundamente. Si en lugar de ser canaria Pinito fuera francesa o norteamericana hace ya mucho que habría varias biografías, series, películas sobre su vida y su nombre figuraría en la placa de varias calles. Además, sería, por méritos propios, un icono feminista en medio mundo. Recuerdo muy bien el momento en el que tuve por primera vez consciencia de su existencia. Era un día de 1968 y Santurtzi estaba plagado de carteles inmensos que anunciaban su actuación en el circo Price. Yo paseaba de la mano con mi abuelo y le pregunté por ese extraño anuncio: ¿Qué es “Pinito del Oro”?. Mi abuelo me explicó que se trataba de una gran artista que hacía cosas en el trapecio “que nadie más en el mundo sabía hacer”. Me quedé con la copla. Desde luego, tenía que ser importante para que mi pueblo luciera semejantes cartelotes anunciando un espectáculo que tendría lugar en Laredo, un lugar al que, entonces, se tardaba lo suyo en llegar, por carreteras más que sinuosas.
Seguramente no recordaría esta anécdota si no fuera por lo que ocurrió después. Toda la prensa de la época dio la noticia de su aparatosa caída. Se hablaba entonces de que su vida “no corría peligro” pero que -posiblemente- no podría volver a subirse a un trapecio.
Aquel niño impresionable abrasó a preguntas a todos los adultos que tenía a mano y, con el paso de los años, se preocupó de conocer más detalles de su increíble vida, algunos relatados por ella en los libros que escribió.
En 1995 tuve ocasión de mantener una larga conversación con ella en la radio. Fue un momento inolvidable que me confirmó lo que ya sospechaba. María del Carmen del Pino Segura era una persona excepcional con una trayectoria vital difícil de creer, pero su voz y sus palabras trasmitían una paz y una cercanía que la alejaban de cualquier “divismo”.
Nació en las Palmas en 1929, en el seno de una familia nómada de artistas de circo para la que lo primordial era comer cada día. Su madre tuvo 19 hijos. Siete de ellos sobrevivieron a la primera infancia y siguieron la tradición familiar circense. En vísperas de una actuación en Sevilla, en la negra posguerra de los primeros años 40, una de sus hermanas murió en accidente. Ella la sustituyó en el trapecio y así comenzó su carrera. Pinito me contó que ella había ensayado en secreto números con el trapecio, que su destino ,en principio, era dedicarse a labores de limpieza y cuidado de animales, pero veía a sus hermanos y soñaba con emularlos…hasta que llegó su oportunidad y acabó convirtiéndose en la más grande. “Trapecio de vuelo libre” se llamaba su especialidad. Alcanzó el siempre anhelado tripe salto mortal y su número más arriesgado consistía en mantener el equilibrio sentada sobre las patas traseras de una silla sobre un trapecio que se balanceaba. Mas difícil todavía. No le gustaba trabajar con red. El público emocionado se lo agradecía y ella miles de veces consiguió salir triunfante de su reto, aunque sufriera tres caídas. En dos de ellas se rompió el cráneo y tuvo contusiones cerebrales. En el 48, 58 y 68.
En la pista siempre estaba pendiente de sus evoluciones su marido Juan, que pudo más de una vez desviar su caída y amortiguar así sus accidentes. Pero un día Pinito supo que la engañaba con otra y cortó por lo sano. Sus últimos años los pasó en su tierra, regentando un hotelito donde mostraba sus trapecios, premios, libros, recortes de prensa y recuerdos de su larga vida itinerante con sus circos.
Por si su vida
fuera poco increíble su muerte no pudo ser más paradójica: una caída doméstica
en 2017, desde un altillo insignificante, acabó con su arriesgada vida.
Larga vida a la grande y olvidada Pinito del Oro.
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