Cada cierto tiempo me encuentro de nuevo con el Dios de mi tierna infancia. Ocurre en esas ceremonias que denominan “Santa Misa” a las que regreso por algún acontecimiento social. Últimamente, por desgracia, casi siempre son funerales. El paso del tiempo no parece afectar a estas ceremonias. Ahí siguen esos rituales repletos de grandes palabras, de fieles que salen al estrado a leer la carta que un santo remoto envió a los filisteos explicándoles en qué consistía la vida eterna. Mensajes tan rotundos como contradictorios donde cabe todo: el amor, la ira de Dios, el desprecio por los mercaderes, la sumisión que santifica… Ahí siguen también los monaguillos con cara de aburrimiento, las imágenes sufrientes de santas y mártires vestidos con túnicas y el omnipresente Cristo crucificado, el hijo de Dios que vino al mundo para salvarnos -sin éxito al parecer-, eligió ser macho y blanco y lo hizo en el vientre de una resignada mujer a la que ahorró el engorroso trámite del coito. Ahí siguen también esos cánticos deprimentes en los que se ruega a Dios que “No esté eternamente enojado” o se le atribuyen las “maravillas” que hizo en nosotros. Allá por los años sesenta, al calor del Concilio Vaticano II, hubo un intento de renovar el repertorio con misas ye-yes y cantos de “Góspel” pero no duró demasiado. El entorno, los rituales y la banda sonora de estos actos son tan parecidos a los de muchas décadas atrás que me resulta fácil recuperar en mí a aquel niño que se cobijaba en un Dios que nos había traído al mundo “para ser buenos”. La palabra mágica era “la Fe”. Todas esas preguntas que te hacías en torno a las horas y horas de verborrea religiosa que te hacían tragar curas y monjas, tenían esa respuesta mágica: tienes que creer porque tienes la suerte de tener “Fe”. Punto. En estos rituales funerarios también es habitual escuchar que “los que tenemos fe hoy no estamos tristes, porque sabemos que Fulano está ahora disfrutando de la vida eterna”. Algo que contrasta de forma llamativa con los llantos desconsolados de los allegados. No, yo no diría que todo lo que me llegó desde la sobredosis de nacionalcatolicismo que me tocó en suerte fuera pernicioso. En mi vida escolar hubo sacerdotes inteligentes y generosos que se esforzaron en contarnos la biblia de forma amena o más tarde nos hablaron del mensaje social de Jesús o promovieron debates en torno al aborto o el divorcio. El único caso de presuntos abusos sexuales en mi historia escolar lo protagonizó un profesor de gimnasia. No tengo ansias de venganza personal. Hoy en día casi es pura perplejidad. Pero sí. Observando más atentamente, algunas cosas sí han cambiado en esas misas de ahora. Los dos últimos oficiantes han sido sacerdotes de origen africano. Parece que esta labor se va añadiendo a la lista de oficios que dejamos en manos de los migrantes. También ha desaparecido -supongo que de forma temporal- la engorrosa “mano de la paz”; ahora toca mirar a los vecinos de bancada con la mano en pecho, como si les juraras fidelidad eterna. En varios de esto funerales se ha repetido también un fenómeno bastante lamentable. Muchos de los que acuden prefieren quedarse fuera de la iglesia y sus conversaciones acaban escuchándose en el interior con verdadero estrépito. A ratos incluso, con carcajadas incluidas. Casualmente me topé ayer con estas palabras de Lev Tolstoi: “Por la vida de una persona es imposible saber si es creyente o no. Si existe alguna diferencia entre los que profesan la ortodoxia y los que no, no es en beneficio de los primeros. La ortodoxia religiosa se encuentra a menudo entre personas estúpidas, crueles e inmorales; la inteligencia, la franqueza y la honradez se suelen hallar entre hombres que se reconocen como no creyentes”.
lunes, 5 de abril de 2021
CURAS NEGROS
Cada cierto tiempo me encuentro de nuevo con el Dios de mi tierna infancia. Ocurre en esas ceremonias que denominan “Santa Misa” a las que regreso por algún acontecimiento social. Últimamente, por desgracia, casi siempre son funerales. El paso del tiempo no parece afectar a estas ceremonias. Ahí siguen esos rituales repletos de grandes palabras, de fieles que salen al estrado a leer la carta que un santo remoto envió a los filisteos explicándoles en qué consistía la vida eterna. Mensajes tan rotundos como contradictorios donde cabe todo: el amor, la ira de Dios, el desprecio por los mercaderes, la sumisión que santifica… Ahí siguen también los monaguillos con cara de aburrimiento, las imágenes sufrientes de santas y mártires vestidos con túnicas y el omnipresente Cristo crucificado, el hijo de Dios que vino al mundo para salvarnos -sin éxito al parecer-, eligió ser macho y blanco y lo hizo en el vientre de una resignada mujer a la que ahorró el engorroso trámite del coito. Ahí siguen también esos cánticos deprimentes en los que se ruega a Dios que “No esté eternamente enojado” o se le atribuyen las “maravillas” que hizo en nosotros. Allá por los años sesenta, al calor del Concilio Vaticano II, hubo un intento de renovar el repertorio con misas ye-yes y cantos de “Góspel” pero no duró demasiado. El entorno, los rituales y la banda sonora de estos actos son tan parecidos a los de muchas décadas atrás que me resulta fácil recuperar en mí a aquel niño que se cobijaba en un Dios que nos había traído al mundo “para ser buenos”. La palabra mágica era “la Fe”. Todas esas preguntas que te hacías en torno a las horas y horas de verborrea religiosa que te hacían tragar curas y monjas, tenían esa respuesta mágica: tienes que creer porque tienes la suerte de tener “Fe”. Punto. En estos rituales funerarios también es habitual escuchar que “los que tenemos fe hoy no estamos tristes, porque sabemos que Fulano está ahora disfrutando de la vida eterna”. Algo que contrasta de forma llamativa con los llantos desconsolados de los allegados. No, yo no diría que todo lo que me llegó desde la sobredosis de nacionalcatolicismo que me tocó en suerte fuera pernicioso. En mi vida escolar hubo sacerdotes inteligentes y generosos que se esforzaron en contarnos la biblia de forma amena o más tarde nos hablaron del mensaje social de Jesús o promovieron debates en torno al aborto o el divorcio. El único caso de presuntos abusos sexuales en mi historia escolar lo protagonizó un profesor de gimnasia. No tengo ansias de venganza personal. Hoy en día casi es pura perplejidad. Pero sí. Observando más atentamente, algunas cosas sí han cambiado en esas misas de ahora. Los dos últimos oficiantes han sido sacerdotes de origen africano. Parece que esta labor se va añadiendo a la lista de oficios que dejamos en manos de los migrantes. También ha desaparecido -supongo que de forma temporal- la engorrosa “mano de la paz”; ahora toca mirar a los vecinos de bancada con la mano en pecho, como si les juraras fidelidad eterna. En varios de esto funerales se ha repetido también un fenómeno bastante lamentable. Muchos de los que acuden prefieren quedarse fuera de la iglesia y sus conversaciones acaban escuchándose en el interior con verdadero estrépito. A ratos incluso, con carcajadas incluidas. Casualmente me topé ayer con estas palabras de Lev Tolstoi: “Por la vida de una persona es imposible saber si es creyente o no. Si existe alguna diferencia entre los que profesan la ortodoxia y los que no, no es en beneficio de los primeros. La ortodoxia religiosa se encuentra a menudo entre personas estúpidas, crueles e inmorales; la inteligencia, la franqueza y la honradez se suelen hallar entre hombres que se reconocen como no creyentes”.
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