“A
menudo recuerdo cosas que no he vivido.”
Los domingos, a eso de las once de la
mañana, echaban a andar en dirección a Santurce atravesando zonas sin edificar,
vacíos interestelares llenos aún de maleza y deshechos por los que corrían perros
sin dueño, recorriendo un camino de tierra que seguía el trazado del muro de la
fortaleza de San Juan de Dios, dejando a la izquierda el poblado de las Casas
Prefabricadas de El Burgo, construidas para alojar entre paredes de papel a los
afectados por las explosiones del gas butano, hasta desembocar en la carretera
nacional a través de un pequeño túnel peatonal que conservaría mucho tiempo
-como si de una siniestra advertencia se tratara- sus paredes ennegrecidas por
el humo y el fuego de alguien a quien habían quemado allí mismo (¿quién? ¿por
qué?). Llegaban luego hasta una sala de juegos situada en una de las primeras
calles del pueblo, donde jugaban unos futbolines, tal vez unos petacos, todo
tan físico, tan profundamente orgánico aún, tan confiadamente ajeno a la
ofensiva que la SEGA Corporation, Arcade y los Space Invaders estaban a punto
de desencadenar y que partiría la Historia en dos poniendo el mundo en sus
manos… Salían de allí para recorrer más calles – mediodía: panes bajo el brazo,
zapatos de ir a misa, olor simultáneo a colonia,
gasoil, lejía y café- hasta llegar a la sala Young´s de Las Viñas, en cuyo
interior les esperaban, entre las nebulosas fosforescentes de una realidad
paralela, las actuaciones en directo de Storm, Triana, Burning, Bloque, Fusioon.
Aun eran demasiado jóvenes para beber, para fumar, para follar (siempre que no
fuera en sueños) o para preocuparse por el qué pasará mañana. A sus quince años
eran tan solo agentes infiltrados en un mundo que aún no era el suyo, pero que
lo sería pronto. Cuando eso sucediera, el fin de la inocencia sería el precio a
pagar, pero qué más daba: era algo que iba a suceder hicieran lo que hicieran. Así
que cuanto antes, mejor. A una edad en tierra de nadie, sin asideros, en la que
tan fácil era quedarse a la intemperie, vagando en la inmensidad de un espacio
helado y vacío, la música les servía como una estrella en torno a la que orbitar;
un motor que les empujaba a moverse, caminar y explorar el mundo que les
rodeaba, además de un vínculo de acero entre ellos. Ellos: esos mismos cuatro
pelagatos que algo así como dos horas después de haber entrado, emergían de las
tinieblas del Young´s a la luz del día con ritmo de samba en las venas y todas
las áreas del cerebro recalentadas en su empeño por procesar semejante ensalada
de nuevos estímulos. Y, como si estuvieran de pronto rellenos de helio,
flotaban ingrávidos acera abajo hasta la calle del Dólar para aprovechar que El
Delfín Verde –agazapado en una de sus bocacalles- permitía entrada libre en el
último tramo de su sesión matinal. Una vez dentro, fascinados por la calidad
sobrenatural del equipo de sonido, cautivos de los haces de luz de la bola de
espejos y el ir y venir de los focos giratorios, tonteaban por la pista,
rehenes de los arreglos siderales del “Papa was a rolling stone” de The
Temptations, del desparpajo orquestal del Nuevo Sonido de Filadelfia, del acrobático
humor amarillo de Carl Douglas y “Kung Fu Fighting” o de la perversidad
adolescente del “Sugar Baby Love” de The Rubettes. Hasta que de pronto se
encendían las luces con una canción lenta que era siempre la misma y que venía
a decir: todo el mundo fuera. Y entonces desandaban el camino, Los Cuatro. De
vuelta al hogar. Y tal vez eligieran en esta ocasión volver a través de las
humaredas de las parrillas de sardinas del puerto, recorriendo el paseo del
Relleno por toda la dársena hasta alcanzar la Náutica y las piscinas de su
infancia, cruzando el parque de los monos estremecido como siempre por los
graznidos de los pavos reales, empezando a divergir a partir de ahí sus
vectores hasta colocar a cada uno de ellos ante su propia comida familiar,
inevitablemente conectados por los hilos invisibles de lo vivido, la sólida textura
de un domingo cualquiera al que aún le quedaba la mejor de sus dos mitades: la
tarde.
1
«Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo.”
“Cien años de soledad”
Las
epifanías y el contacto con lo mágico se producen a edades tempranas. En los
sapiens, a partir de cierto momento, pongamos los trece años, la materia gris
disminuye en tamaño y las sinapsis neuronales se reducen sensiblemente. Como
contrapartida, las conexiones que permanecen se especializan en la efectividad.
Efectividad frente al mundo que les rodea. Pragmatismo. De pronto, la fantasía
pasa a ser una amenaza, una rama sobrante. Hay que poner los pies en el suelo.
Bajar la cabeza de las nubes. No mirar volar las moscas. La mecánica corporal
se concentra en la adaptación y la supervivencia. Todo lo demás es apartado.
Desaparece. O se esconde en una remota región interior esperando el momento
propicio para reaparecer…
Por lo
que se refiere a A.M., sus tres iluminaciones, así es como él prefiere
llamarlas, todas ellas previas a su adolescencia, son:
Primera Iluminación: Round & Round
“Me
veo, no sé a santo de qué, en la casa de Alberto Arana. Ambos somos amigos de
las monjas, Colegio Santa Ana, Portugalete, algo así como el preescolar.
¿Tendremos cinco, seis años? El portal es el primero de la calle Carlos VII. El
número 2. Haciendo esquina con General Castaños. Una casa alta para la década
de los sesenta, casi un rascacielos. Aún sigue ahí. Idéntica a sí misma, a
pesar de los años transcurridos. Un lugar también para las noticias luctuosas
pues, desde tiempos inmemoriales, hasta hoy, las funerarias exponen en su
fachada las esquelas de los muertos del pueblo. Impresos rectangulares con la
foto del que se ha ido, nombres de los familiares, hora y lugar del funeral y
que en paz descanse. La lluvia los golpea con frecuencia y los papeles acaban
disolviéndose sobre la acera, esa misma acera que los muertos habrán pisado
tantas veces. Resulta que como el padre de Arana es marino, la casa está llena
de cosas raras. Exóticas. O eso me parece. Estamos en la cocina, que es
amplísima, y Arana me va a enseñar su último juguete. Aparece con un enorme
platillo volante con ruedas que deposita en el suelo y que empieza a rodar
sobre las baldosas hasta chocar con la pared y entonces ¡cambia de dirección! Y
sigue rodando hasta topar, un par de metros más adelante, con la pata de la
mesa… ¡y lo hace de nuevo!¡Gira él solo! No daba crédito. Mi cabeza humeaba…
¡Aquel cacharro podía estar rodando de un lado para otro hasta el juicio final!
¡Si lo bajáramos a la calle y lo dejáramos sobre la acera, daría la vuelta al
mundo!¡No se pararía jamás!”
Segunda Iluminación: Invisible Touch
“Un
día mi padre saca del bolsillo un trozo de metal oscuro, feo, irregular. Del
tamaño de un dedal. Lo pone sobre la mesa de madera del comedor. Agarra unos
alfileres que había por allí y los sitúa a cinco o diez centímetros y de
inmediato se desplazan por sí solos hasta agarrarse con fuerza al metal. ¡Un
imán! Cráneo humeante de nuevo. ¡Así que había fuerzas invisibles que podían
mover las cosas! ¡Con un imán gigantesco se podrían arrastrar camiones y
derribar aviones y vete tú a saber cuántas cosas más! Me pasé el día probando
aquel prodigio sobre todo tipo de superficies y descubriendo que no todo lo que
parecía hierro lo era en realidad y que la potencia de un imán era capaz de
traspasar el plástico y el papel. Todos los días de los meses siguientes, sacaría
algún momento para dar vueltas en mi sesera al vital asunto de “cosas que se
podrían llegar a hacer con un gigantesco y poderosísimo imán”.
Tercera Iluminación: The Art of Noise.
“Doy
un brinco en el tiempo. Tendré ya trece años. Mi tío Santi, hermano de mi
padre, trabaja como empleado en una tienda de electrodomésticos de Portugalete.
Un día, como yo llevaba tiempo dando la tabarra con la idea de un tocadiscos o
al menos un transistor para mi uso exclusivo (ya asomaba sus antenas y parte de
su cuerpo segmentado el gusano musical), aparece por casa con un radiocasete
(sería más apropiado decir un reproductor de casetes, es para lo que servía,
allí no había radio alguna incorporada). Lleva una cinta de demostración de
música orquestal que suena bien y nada más. Pero luego pone una cinta virgen,
vuelve a introducir la mano en la caja de cartón y extrae, envuelto en su
plástico, un rudimentario micrófono. “Y
con esto se puede grabar lo que quieras”, dice. Conecta el cable a una compleja
entrada lateral. Presiona a un tiempo dos teclas y me acerca aquel artilugio…
“Di algo”, “¿Y qué digo?”, “Lo que quieras”, “No sé qué decir”, “Con eso ya
vale, verás” ...Apartó el micrófono, rebobinó la cinta, dio al play y… ¡eran
nuestras voces! ¡El momento que habíamos dejado atrás estaba atrapado para
siempre allí dentro! Nunca hubiera podido creer que fuera así de simple.
¡Podría cazar todos los sonidos, todas las canciones, las voces, la vida
entera! No es que deseara aquel trasto… ¡es que lo necesitaba más que al aire!
¡Sería mío y nunca me separaría de él! Y eso es lo que hice. De alguna forma.”
2
Acabábamos de estrenar la década de los
setenta. Toda la familia comíamos en la mesa de la cocina. La radio estaba
sobre el frigorífico. No era ya una de aquellas soñadoras y hermosas radios
grandes a válvulas con el nombre de todas las ciudades del mundo escritos en el
dial que morirían ejecutadas por la llegada de la frecuencia modulada. Tuvimos
una de esas, por supuesto, cálida y barroca, de arquitectura única, pero había
expirado poco tiempo atrás. Como Hemingway, tiró la toalla cansada de luchar
contra un tiempo que la excluía. Y un día, sencillamente, entregó su alma con
un último suspiro y dejó de “andar”. Su sucesora estaba hecha de otra pasta. En
realidad, ya no era una radio propiamente dicha: se trataba de un transistor
forrado con una gruesa funda protectora que lo defendía del polvo y la suciedad
y dejaba acceso a los botones fundamentales. Echaba humo todo el día, ese
transistor. Dale que te pego con las voces marciales de siempre dando las
noticias de siempre. Curas impartiendo sermones apocalípticos desde locutorios
franquistas con olor a incienso. El Ángelus a las doce en punto. Empalagosas
voces blancas reclutadas en la Sección Femenina de Falange leyendo la
programación del día. Consejos comerciales doblados por el peso de la caspa,
pero aun así entrañables. Yo soy aquel negrito. Soberano es cosa de hombres.
Mantenga limpia España. Pero de un tiempo a esta parte algo estaba cambiando
ahí dentro. Surgían nuevos lenguajes, nuevas propuestas. Todavía eran tan solo
excepciones, islas diminutas en medio de un aburrimiento oceánico, pero crecían
y se multiplicaban con rapidez. Desde esos rincones del dial nos llegaban por
fin canciones que parecían hechas para nosotros… Y ahora, gracias a aquel
ingenio grabador de mi tío Santiago, yo podría capturarlas en una casete y disfrutarlas
cuando me diera la gana. A la hora de comer, los todavía larvarios 40
Principales eran una buena oferta. El micrófono llevaba un sencillo accesorio
de plástico que se le acoplaba y le hacía levantar el morro, como un mortero en
zona de guerra. Colocados uno al lado del otro, mi nuevo aparato empequeñecía
al transistor hasta hacerles parecer Godzilla y la Hormiga Atómica. Antes de
sentarme a la mesa dejaba todo el tinglado dispuesto. Luego empezaba a comer
convertido en un ceñudo tirano atento a la voz de los locutores. Al anuncio de
determinada canción, abandonaba de un salto el zancarrón con tomate para
lanzarme sobre la nevera exigiendo silencio a todos mientras ponía el trasto a
grabar presionando dos de sus teclas al tiempo. Si en algún lugar hay un
registro de los momentos estelares de la petulancia este ocupa, a buen seguro,
un lugar destacado. ¿Se puede ser más cretino? ¿Simplemente, por qué no me arrojaron
por el balcón y luego siguieron a lo suyo? Y así día tras día, tensando el
microclima familiar con mi antojo, acumulando grabaciones y broncas, hasta
cosechar finalmente un C60 con unas diferencias atroces de volumen,
interferencias, tajos a destiempo y en el que, mezclado con el “Vals de las
mariposas” de Danny Daniel, podía oírse el sonido de las cucharas sopeando, el
siniestro arrastrar de banquetas y la tos de mi abuelo.
3
estamos Los
Cuatro sentados en la terraza de un sitio que se llama el Kubrick Bar y me
parece curioso que se llame así porque las pelis de Stanley tienen lo suyo en
música el tío se lo tomaba tela en serio como por ejemplo las cosas
sintetizadas que suenan en la naranja mecánica o el así habló Zaratustra de la
escena de los monos de 2001 uf mucha música en ese y también el recuerdo de Schubert maravilla piano cello violín en Barry Lyndon y
más cosas porque la chaqueta metálica también guau que sí Kubrick maniático
obsesivo insoportable genial y es la una y media y tomamos vino blanco y
cerveza mientras vemos cómo la línea de sombra se desplaza poco a poco hasta
devorarnos por completo como uno de esos monstruos de otro planeta que
consisten básicamente en una mancha que se expande más y más / y entonces según
pasan los minutos el sol ya no está aquí sino un poco más allá y luego más allá
y luego más allá y el asunto se nota porque de pronto la calle es un tubo de aire frío lleno de
balcones fríos y baldosas frías y sillas frías y orejas frías y corrientes
heladoras y es como si estuviéramos atrapados los cuatro en una placa de Petri
y algún hijo de puta bata blanca experimentara con nosotros sobre el límite
crítico de colapso multiorgánico a cierta edad / y pasan negros aerodinámicos llenos
de bolsas vendiendo calcetines con diferentes grados de tabarra verbal y pasan
también rodando bien cerca coches enormes casi siempre de color blanco y con un
solo pasajero dentro que siempre parece el mismo y que mira las terrazas el muy
cabrón como si deseara rociarlas con napalm en plan un día se me van a hinchar
los cojones y la voy a armar mientras de
la tienda de alquiler de bicicletas que hace esquina salen dos tías
fuertes y rubias tan en manga corta que solo pueden ser finlandesas que caminan
calle arriba dirección a la tienda de discos power records que es de las
últimas de su especie en pie porque todas las nuestras ya han muerto vellido quintana
serrano corte inglés galerías preciados donde escuchábamos de pie y en mostrador
circular con teléfonos auriculares uno en cada mano y un dependiente en el centro que iba
pinchando sin ningún interés y como ofendido por tener que estar haciendo lo
que hacía / y me revuelvo en la silla de plástico y aluminio del bar y cambio
de postura e inspiro fuerte por la nariz intentando agarrarme al instante
Kubrick a la calle en la que estoy al aquí y ahora como a tabla de náufrago o
risco saliente sobre el precipicio porque en realidad no estoy aquí y sé que es por un gesto de piper de hace nada
cuando aún nos quedaba un poco de sol de oro caliente y piper nos ha entregado
en mano como todos los años un cd recopilatorio cosecha propia y ha bastado solo
ese gesto de transacción escénica para que mi cabeza saliera disparada mil años
atrás
4
Portugalete, 1972. Dejo la tarea de química a medio hacer y salgo de
prisa de casa. Puerta, escaleras, la acera. El aire frío de febrero soplando en
la cara. Son las siete de la tarde, pero ya hace tiempo que se ha hecho de
noche. Viejos camiones grasientos desplazándose por la oscura carretera a
Santurce como elefantes agotados camino del cementerio de marfil. Fluorescentes
de baja intensidad bañando siluetas estáticas que esperan la vez en las tiendas
de ultramarinos con un capazo vacío en las manos. Sombras chinescas en las
ventanas. Bajar, bajar, bajar rápido toda la cuesta hasta el puente colgante.
Para flotar en la barquilla sobre el agua densa-densa chocolate. Al otro lado
ya espera Piper. Siempre nos sentamos en la piedra. Ahí mismo. Me entrega la nueva
casete grabada. Basf C90 Hierro. Impecable. Dejamos pasar tres o cuatro
puentes. Que vienen y van. Motos, coches, bicis, gente. Nos damos un
respiro. A nuestra bola. Esto y aquello.
Risas. Cada cinta siempre lleva dos álbumes completos. Uno por cada lado. Led
Zeppelin IV. Wings Wild Life. Badfinger. Guess Who, Ziggy Stardust… Mundos
enteros explosionando. El Big Bang de los sonidos. Pero siempre sobran minutos
para un relleno, canciones sueltas que completan el minutaje. La última siempre
acaba a tajo. Como debe ser. Se aprovecha hasta el último aliento grabable. Y
ahí siempre hay sorpresas. En el relleno. Delicatessen. Maravillas emergentes
de cosecha piperiana. Elliot Murphy. Mama Cass. Stealers Wheel. Grand Funk.
Caen las primeras gotas. Finas. Casi imperceptibles. Adiós. Nos vemos mañana.
En el colegio. Y ya estoy cruzando de nuevo la frontera entre dos mundos. Smic
/ Smac. Ánodo y cátodo. Sístole y diástole. Hacia la otra orilla. Sobre la ría,
otra vez, ahora escenario de un ballet de remolcadores terminando jornada.
Subir, subir, subir, remontar las cuestas bajo el eterno sirimiri. Comercios
cerrando. Estrépito de persianas tableteando como carracas al caer. Paraguas
brillando como focas. Bares desnudos con una única figura apoyada en la barra,
el chiquito en la mano, mirando hacia fuera sin ver. Llego a casa. Soy yo. Olor
a castañas asándose sobre la chapa de leña y carbón. Pelo húmedo y aun así
directo a la habitación que comparto con mi hermano. El cuaderno y el libro
siguen abiertos sobre la cama tal y como los dejé. Sodio, potasio, rubidio.
Saco la cinta del bolsillo y con un par de gestos hago que “Madman across the
water” comience a sonar. Y con las primeras notas del piano las paredes se
derrumban y el techo de la habitación salta por los aires.
5
Los
viernes por la tarde, un portero vestido como el recepcionista del Hotel Hilton
de Nueva York se cuadraba todo sonrisas ante cuatro mocosos a su llegada a la
Sala Jamaica de Portugalete. Había una razón de peso: entre ellos estaba el
hijo del jefe. La familia de Piper eran los propietarios de aquel palacio de
los sueños situado en el camino al campo de San Roque. El primero de los
grandes aciertos era el nombre: Jamaica, tres sílabas con sabor a las películas
de piratas que veíamos en las matinales de cine. Ni el reggae ni Marley ni la
hierba estaban aun ni remotamente en nuestro radar, así que Jamaica era una
luna roja brillando sobre el mar, la calavera y los huesos ondeando en el palo
mayor, garfios, patas de palo, mujeres salvajes con escotes vertiginosos soltando
una carcajada con los brazos en jarras y broncas multitudinarias en las tascas
del puerto. Jamaica, ¿a quién se le ocurriría llamarlo así? Y, ¿por qué?
Pensándolo ahora, no solo sería el portero, me imagino que allí habría más ojos
pendientes de que Piper se encontrara a gusto, que no le faltara de nada. Y por
añadidura, tampoco a los desgarramantas que le acompañaban. Intuyo manos
invisibles que despejaban discretamente nuestro rincón favorito (tal vez hasta
sacando de allí a empujones a algún incauto), veo camareros ajustándose con
premura el corbatín bajo el chaleco, erguidos como mariscales austrohúngaros a
nuestro paso, recuerdo refrescos servidos en vasos impolutos, abrillantados
hasta el desgaste y al disc jockey atento como un pointer a lo que nos hacía
mover el pie para incluirlo en el epígrafe “tema imprescindible-pinchar los
viernes” … Stones, Purple, Led Zep. ¿Qué más se podía pedir? De nuevo el
destino haciéndonos un regalo, los dioses sonriendo a nuestro paso, la fortuna arropándonos
con su manto de plata. Entre aquellas paredes íbamos a ver, tan cerca que
podíamos tocarlos, a los integrantes de grupos como Mezcla, Andrómeda o La
Quinta Reserva dejarse la piel en versiones salvajes de canciones insólitamente
“à la page”. Allí intercambiaríamos, hablando los cuatro al tiempo, nuestras desventuras
más recientes entre los muros del penal menesiano. Por allí empezaríamos a ver pulular
personajes que, por su aspecto y la música que les hacía vibrar, serían
nuestros futuros aliados. Y allí, extasiados por esa sensación de libertad
extrema que solo puede ofrecer la tarde de un viernes, con el ánimo
estratosférico de tener todo un fin de semana por delante, resulta que a la
mínima nos poníamos a bailar.
6
Siendo realistas, el término bailar les quedaba un tanto grande. Aunque,
por otro lado, a su favor hay que decir que lo daban todo. En las discotecas,
Los Cuatro pasaban de permanecer amodorrados en una mesa claramente periférica
del local a saltar al foso de un brinco y fregar la pista con el sudor de sus cuerpos
con tan solo sonar el primer acorde del “Highway Star” de Deep Purple. ¡Qué instinto
escénico! ¡Qué asombroso sentido del espectáculo! ¡En contadas ocasiones, antes
y después, la civilización occidental ha podido contemplar semejante despliegue
de gestualidad! Tocaban guitarras fantasmales, redoblaban baterías aéreas y sus
dedos recorrían teclados invisibles mientras cabeceaban ceñudos golpeando un
clavo imaginario con su frente. Con el tiempo, esa coreografía no dejaría nada
al azar: las sincronías eran perfectas y cada nota estaba en su sitio, pues la
canción la habían escuchado un millón de veces. Y si los dioses del sonido
tenían a bien que a Deep Purple le siguiera algo como el “Gerdundula” de Status
Quo, el cuarteto entraba en trance místico, perdiendo el poco control que les
quedaba, agitándose epilépticos bajo el influjo de misteriosas y terribles
descargas eléctricas, con los ojos en blanco como los no-muertos de las noches
de Haití.
7
los padres de Manu tenían una tienda de ropa y
novedades llamada coquet que recuerdo como un mundo aparte ordenado y acogedor
y con un olor mullido a lana y angora y tergal donde había que probarse jerseys
camisas nikis pantalones la madre siempre rápida y nerviosa y el padre siempre
grave y sonriente y hasta tímido en aquel espacio de mostrador doble con una
puerta que daba a un almacén que era un tetris de cajas de cartón de todos los
tamaños un lugar en el que me gustaba estar con cualquier excusa pero al que a
partir de cierto momento solo se iba si no había más remedio porque la norma y
el impulso natural eran escapar todo lo posible del radar de los padres pero
claro la tienda desapareció y ahora veo tanto tiempo después al pasar por allí
el local reencarnado en algo que se llama encurtidos sánchez donde venden un
montón de cosas metidas en tarros de cristal aceitunas chorizo queso pimentón
de la vera como extrañas formas de vida flotando en formol / porque el tiempo
cabrón ha ido demoliendo las cosas que nos acompañaban y ahora el Young´s es un
supermercado y el Jamaica también dos supermercados enormes en los que los
guardas jurado dimiten uno tras otro aterrorizados por ver en la noche a la luz
de sus linternas refulgentes ectoplasmas que se mueven entre los pasillos de
conservas galletas licores artículos de limpieza leche yogures flotando
concentrados en sí mismos los ectoplasmas ondeando sus luminosas transparencias
siempre al compás de con su blanca palidez de procol harum que es sin discusión
alguna una de las canciones más devastadoramente tristes que se han escrito
nunca nunca nunca y que ya en sí misma por sí sola y sin fantasmas por medio
justifica que el más bregado de los guardas arroje todo sobrepeso y salga por
patas de donde sea perdiendo el culo y sin mirar atrás
2 comentarios:
Cada vez estoy más convencido de que hay multiples universos porque es imposible que leyendo tu relato haya sentido tu historia tan mía como si fuera la mía propia, en otros momentos en otros lugares y en otras circunstancias, pero te leo y casi leo y siento mi vida.
Gracias como siempre fermoso
Jan
Un placer para mi expandir estos testimonios que tambien siento , en alto porcentaje, como míos.
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