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miércoles, 12 de febrero de 2025

13 DE FEBRERO, DÍA MUNDIAL DE LA RADIO.



El Día Internacional de la Radio se celebra anualmente el 13 de febrero, conmemorando la fecha de establecimiento de la Radio de las Naciones Unidas en 1946.​ Esta fecha fue elegida específicamente para subrayar la contribución única de la radio en unir a las personas alrededor del globo. En lo que a mí respecta la radio ha sido (como oyente) fuente de información, placer y evasión, especialmente en los años de adolescencia y juventud. Después acabó siendo mi medio de vida. Este relato, publicado en su día en el libro “La Radio Encendida”, describe mi vivencia personal en un día cualquiera en los agitados ochenta.

UN DÍA EN LA VIDA.

El tren está atestado de figuras desoladoras como la mía. La lluvia crea deprimentes chorretones sobre los cristales mugrientos y los paisajes parduzcos y herrumbrosos de siempre parecen aún más amenazantes. Podría ser un miércoles mierdoso más, pero es aún peor. Ayer superé de nuevo la delgada línea roja del sentido común para embarcarme en una de esas noches hooligan con mis colegotas de “La Herradura”. No estaba previsto. De hecho, al llegar a Santurtzi, tras una larga jornada, estuve a punto de enfilar por un día el camino de vuelta a casa con la sana intención de acostarme pronto. Imbécil. Para cuando quise darme cuenta, mis pasos estaban ya subiendo la cuesta de la perdición hacia el bar donde todo el mundo sabe tu nombre, que cantaban en Cheers. “Te mereces un poco de diversión”, me decía a mí mismo en esas ocasiones, “a ver si todo va a ser currar y sobar”. De modo que, una vez más, me vi sumergido en la dinámica habitual de rock&roll/Voll-Damm/ fumeteo/risas que tan funestos resultados ofrecía al amanecer del día siguiente.                                                                                                             

Así que aquí estoy. En el tren siguiente al que he perdido, aferrado de mala manera a un asidero pringoso y luciendo unas ojeras que más parecen gafas.                                                                                 Estoy hablando del año 85 del siglo pasado y en algunas cuestiones se diría que se trata de la prehistoria: en aquellos vagones se fumaba con absoluta naturalidad y profusión y los “pikas” se dedicaban con tesón a perseguir cuadrillas enteras que viajaban “de colada” y que a veces ofrecían auténticos espectáculos acrobáticos.

A medida que mis brumas se disipan voy tomando conciencia de mis inminentes quehaceres: A las diez, rueda de prensa ordinaria que convoca el diputado general de Bizkaia, Makua. En principio no debe de ser algo demasiado complicado, se trata de colocar la grabadora, apuntar lo fundamental y después convertirlo todo en una de las noticias del informativo de las dos. No es actualidad taquicárdica ni previsible “scoop”, no tendré que esforzarme en dar con preguntas clave o en captar titulares. Soy un neófito de la información y a veces me veo perdido en selvas que en realidad no deberían pasar de jardines. Mi vida, por otro lado, es todo un homenaje a la ironía. Puedo estar un jueves cubriendo un lunch con la Confederación de Empresarios y el sábado llamando a la lucha de clases con mi banda rockera. Esta dualidad me sitúa a veces en situaciones esperpénticas. Mi mayor preocupación en esos momentos radica en el tiempo. He subido al tren en marcha y tengo por delante los minutos justos para hacer el recorrido hasta Bilbao, salir volando en “el apeadero”, atravesar como una flecha el parque, coger los bártulos en la emisora y situarme por los pelos en el lugar preciso. Sin embargo, algo empieza a fallar. En Sestao-Urbínaga el tren se ha retrasado en reanudar su marcha y ahora, en Olaveaga, a tan solo una estación de mi final de trayecto, el parón empieza a superar lo razonable y los nervios recorren los vagones en forma de murmullos. Efectivamente, una voz metalizada confirma lo que tememos: Señores pasajeros, por graves problemas surgidos en el trayecto, este convoy no puede concluir su recorrido. Rogamos lo abandonen a la mayor brevedad posible. Gracias.                                                    Así que corro. Corro sobre las vías, apartando pasajeros remolones y tropezando con raíles y traviesas. Corro entre obreros que corren en sentido contrario al mío dejando atrás un tren en llamas, corro entre botes de humo y pelotazos usando el pánico de gasolina. Corro entre coches sorprendidos y frenazos quemagomas generando amargas alusiones a mi familia. Corro atravesando el parque, propulsado por deyecciones caninas y en constante colisión con paraguas de todo tamaño y color. Corro hasta que mi pecho se alía con mi bazo y me exigen con sus punzadas que deje de correr. La puerta de la emisora se halla a unos quinientos metros y la rueda de prensa a unos diez minutos. No está todo perdido. Como es de esperar, Cristina, la recepcionista, no puede reprimir la carcajada. Mi aspecto debe de ser el de un pollo remojado y mi gesto, sin duda, conserva el estúpido rictus que da la velocidad. En unos instantes vuelven las malas noticias: –No quedan ya grabadoras. Hoy hay muchas convocatorias. “Como no vayas con esta”… Guti me lo dice con una mezcla de preocupación y guasa. Lo que me ofrece es un aparatoso modelo de bobinas que yo ni siquiera tengo el gusto de conocer. –Mira, es muy sencillo, éste botón a la derecha, este a la izquierda y esta palanquita en “on”. Si quieres rebobinar: aquí, y si quieres escuchar, aquí… ¿te repito? No, por dios. Me arriesgaré a confiar en mi memoria y sobre todo en la fortuna, aunque consciente de que hay un principio que se cumple en estos casos: “Si algo puede salir mal, saldrá”. Sólo hay que memorizar cuatro movimientos muy sencillos. Él lo hace con habilidad de prestidigitador, con esa misma que usan ciertos feriantes para venderte el cuchillo corta-todo que después no corta nada. No había tiempo para cursillos, así que cargo con la pieza de museo al hombro y me lanzo de nuevo a las calles con premura, confiando en mi memoria y en la suerte. Al menos no me ha visto el jefe. “Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla” debió de decir algún chino. Algo de eso me ocurre a mí. Si hace tan solo dos años me dicen que mi banda de rock iba a mantener una intensa actividad y que mi accidentada carrera de periodismo desembocaría en un curro fijo en la radio, habría cambiado  automáticamente de pitonisa. Sin embargo, las situaciones agobiantes son demasiado abundantes y cotidianas como para sentirme flotar sobre una nube. No, lo del día a día son más bien nubarrones, cuando no tormentas en toda regla y más desde mi ingreso en la sección de informativos.

Pocos meses atrás había conocido la dulce experiencia del programa propio. Un lienzo en blanco a llenar día a día con los colores que más me apetecían… entrevistas, montajes, música, sonidos de archivo, conversaciones con los oyentes… y encima un sueldo… demasiado, demasiado pronto. Todo se vino abajo cuando la dirección, en una maniobra tendente a subir la audiencia, fichó a la casi totalidad de la plantilla de los Cuarenta Principales con la intención de instituir una radiofórmula de “música y noticias”. Como mis músicas no cuadraban con los nuevos aires, me tocaron las noticias. El apasionante mundo informativo de la Euskadi de los ochenta: atentados recién cometidos, funerales encendidos, ruedas de prensa bulliciosas, obreros reconvertidos en luchadores callejeros, guerra de las banderas, “tostartekos” contra “armadores” … cada día podía verme en un nuevo planeta extraño, en otro conflicto de difícil interpretación donde era fácil dejarse llevar por lo evidente y difícil hurgar en las tripas de la verdad, o al menos en algo que se le acercara. A veces me sumergía en la más pura desesperación: una semana antes me había visto en medio del caos bursátil, tras ser enviado allí con una inquietante consigna: “Se rumorea que hoy va a pasar algo gordo en la bolsa, véte y entérate”. Sí, parecía que pasaba algo gordo pero ¿qué? Mis colegas (en sentido estricto) de otros medios, no tenían como prioridad explicarme nada y yo me movía entre aquellos psicópatas trajeados como si fuera invisible. Peor, como si fuera un estorbo Ni que decir tiene que mi falta de experiencia me crea problemas. Como bien suele decirse (gracias, Alkate) “cortando cojones se aprende a capar” y yo estoy todavía aprendiendo a manejar las tijeras (o como quiera que se llame lo que usen para capar, que ya me estoy cansando del símil). Como lógica consecuencia, no es extraño que a veces, dos minutos escasos de noticia me lleven un trabajo ímprobo y algún dato de interés se quede en la gatera. El día de la bolsa, por ejemplo, no pasó nada de interés, pero yo dejé pasar por alto lo que me dijo un broker jubilado con el que hice migas aquel día: “Tengo entendido que se van a fusionar las cajas de ahorros”. Lo comenté más tarde con otros periodistas, algunos “expertos” en el área económica y todo fueron sonrisitas y desdenes: “Es hasta físicamente imposible, habría muchas calles con dos sucursales de la misma caja”. Pues bien, pocos días después la noticia saltó a titulares y a mí se me quedó cara de lerdo, aún más de la que ya tenía.

La Gran Vía se va convirtiendo en un inmenso estruendo. Ese tren ardiendo que me daba la bienvenida a un nuevo día es un paso cualitativo en la desesperación de los operarios de “Euskalduna”. Las consecuencias en cadena, habituales en los últimos meses (intervención policial, cortes de tráfico, bomberos, ambulancias…) se han disparado hoy hasta crear un paisaje apocalíptico, como sacado de una película pesimista de ciencia-ficción. Braman bocinas y motores mientras los viandantes aceleran el paso con rictus de tensión. A mí, para completar el cuadro, se me va clavando en el hombro la correa del muerto que llevo colgando. Si tuviera que correr ¿qué hago con semejante lastre? “Bizkaiko Foru Aldundia”, “Diputación Foral de Bizkaia”. Aquí es. Siete minutos de retraso. Con el Cristo que hay en la calle seguro que empiezan tarde. Me lanzo escaleras arriba con decisión. Parece como si el artefacto del demonio hubiera perdido de pronto su peso. Mierda. Lo ha perdido de verdad. El enganche se ha soltado y el mamotreto boto escaleras abajo. Son solo tres botes, pero me duelen como navajazos en el pecho. ¡Ay, Dios! Un caballero de traje azul marino se ha visto sorprendido por la enorme bolsa negra que se le abalanzaba y lo ha asido cual pelota de rugby. Sin tiempo para explicaciones lo arranco de sus brazos farfullando disculpas y reinicio la marcha ciega. Solo tengo una idea difusa de dónde se halla el salón de plenos. Esas dos enormes puertas de vidriera parecen invitar. Hay luz adentro. Las acometo con brío y el estruendo acristalado al abrir parece asustar a una docena de reunidos en torno a una enorme mesa oval. –Perdón, ¿saben dónde es la rueda de prensa de Makua? Un silencio lánguido parece que va a ser toda la respuesta que merezco. Finalmente, uno de ellos, especialmente bronceado y repantingado, se digna en responder con tono cansino: –Las ruedas de prensa de la Diputación son en la Diputación… esto es Hacienda. Todos sonríen maliciosos al constatar mi error. Cuando vuelvo a cerrar las compuertas puedo escuchar sus risotadas. Es cierto, con las prisas no me he dado cuenta de dónde me metía en realidad. El maldito letrero me ha despistado. Me lanzo de nuevo a la calle donde la situación ha empeorado. Ahora el tráfico está literalmente parado y varios conductores se han bajado de los coches con aires de desesperación. El concierto de bocinas se une al de ambulancias impotentes. Un cielo roñoso dota al conjunto de un aura opresiva. “Por lo menos no llueve”, me digo mientras inicio una nueva carrera. Ahora llevo el peso sujeto por el asa y me veo obligado a cambiar de mano cada cuatro pasos. Me duele el corazón, me falla el resuello, son los doscientos metros más largos de mi vida. Finalmente me veo ante el palacio foral, pero tengo que atravesar una concentración de trabajadores de la limpieza que se agolpan en las escalinatas. Lo hago con tanta determinación que algunos congregados pierden el equilibrio. Subo los peldaños escuchando silbidos de fondo y alguna desagradable mención a mi querida madre. Las grandes compuertas de la entrada están cerradas. Me temo lo peor. Trato de abrirlas, el portón cede sin mayor problema, pero un policía foral me para en seco justo a la entrada.

–¿Adónde crees que vas? –A la rueda de prensa de Makua –consigo decir entre resuellos–.                         –¿Rueda de prensa? Hace más de media hora que ha empezado. No se puede pasar. –Un momento. Es muy importante que yo esté ahí –le digo mirándole fijamente a los ojos–. Te juro que si no me dejas lo voy a contar por la radio –añado, sin creer que soy yo el que suelta esas palabras–. En un primer momento la reacción del txapelgorri es un tanto desafiante, pero las consignas del grupo de la pancarta arrecian animados con la escena y finalmente cede. Más escaleras, más puertas. ¿Cuál abro? ¿dónde se sitúa la maldita convocatoria? Cuando mi respiración ahogada y mis latidos van recuperando su ser, creo escuchar un rumor lejano, teñido de cierta solemnidad. A medida que me voy acercando creo reconocer un timbre de voz enfático que podría ser el del diputado general. Abro tímidamente la puerta correspondiente y esta vez sí: varios compañeros de tareas rodean una enorme y lustrosa mesa presidida por José María Makua. Mi irrupción en la sala interrumpe levemente su discurso y hace girar cabezas hacia mi persona. –“Egun on mutil, jezarri zaitez”. Me dice el diputado, con tono campechano. Pero aún no voy a sentarme. Aprovechando que mi figura ha perdido interés, me sitúo en uno de los escasos asientos libres, en el extremo opuesto al orador y trato de sacar discretamente todo mi utillaje de la bolsa.

Como suponía, la carcasa trasparente que servía de tapa, se ha rajado ostensiblemente con la caída y las dos bobinas se han salido de su sitio. Empezamos bien. Extraigo el aparato entero, coloco las cintas en su lugar adecuado, inserto la clavija del micrófono y me repito mentalmente las instrucciones: “Izquierda, derecha, on”… bien. Muevo cada uno de los selectores tal y como –creo– me indicara Guti y… ¡sí! Las agujas de los vúmetros parecen moverse adecuadamente y un pilotito rojo sugiere que estamos grabando. Después del descalabro de las escaleras, es todo un milagro. Bien, Roberto, bien. Antes de dirigirme con mi artillería pesada hacia las inmediaciones del ponente, echo un rápido vistazo. Todos parecen ignorarme excepto una pelirroja de gafas redondas que me observa con disimulo y cierta guasa en la expresión. Los aparatos que arropan al mandatario son, en general, ligeros: seis o siete grabadoras de mano y un par de portátiles Sony con micrófono. Desde mi posición calculo el lugar donde voy a situar mi artilugio y su micro y emprendo la marcha. Procuro adoptar un aire indiferente, rutinario. Avanzo con el muerto del demonio, lo deposito en la mesa, acerco el micro a su posición y emprendo de nuevo la marcha al otro extremo. Durante la operación, el diputado ha tenido la deferencia de interrumpir su plática para permitirme maniobrar. Cuando ya ve que tengo el bolígrafo en la mano y el cuaderno abierto reanuda su speech, un vago listado de subvenciones a diversas entidades deportivas. Estoy a punto de respirar tranquilo pero lo mejor (o peor, según se mire) está por llegar. Las frases del político tienen de pronto eco. Peor. Tienen “rever”. Su voz se repite con unos segundos de retardo y ridiculizada por el sonido metálico del casete. En un primer momento tan solo muestra cierto desconcierto, pero el revuelo posterior entre mis compañeros de la prensa parece incomodarle:

–A ver, por favor, quíteme este tormento de aquí, si es usted tan amable. Me dice, no sin cierta irritación.

–“A ver, por favor, quíteme este tormento de aquí, si es usted tan amable”. Repite la máquina con tonillo robótico.

Los congregados estallan en una carcajada lacerante y yo me abalanzo hacia la grabadora sin saber muy bien para qué. Me siento un cruce entre Peter Sellers y el primer Woody Allen. Acciono botones y palancas en un afán represivo, pero no consigo parar su marcha. Justo al contrario. Alguno de mis movimientos provoca que los carretes inicien un avance enloquecido que termina por expulsarlos del aparato y entonces el descojono es ya desbocado. Para mi sorpresa –y alivio– compruebo que el propio diputado general se muere de la risa tapándose la cara con la mano. La rueda de prensa tardará cinco minutos largos en reanudarse. Para entonces el aparato del pleistoceno está fuera de combate y me las tengo que arreglar tomando apuntes como un descosido.

 

La sala está vacía. Hace unos minutos que el último periodista la ha abandonado. Estoy solo, desmadejado en mi asiento, contemplando un trasto agrietado y descompuesto. A través de la ventana puedo observar que la lluvia ha vuelto a escena. Si hasta ahora todo han sido despropósitos, lo que se avecina puede ser un cataclismo. A ver quién es el guapo que vuelve ahora a la emisora sin cortes de voz y con la grabadora escacharrada. Porca Vita. Justo cuando la desolación y un profundo sentimiento de Titanic anímico me van venciendo, algo me solivianta. Alguien ha posado su mano en mi hombro a la vez que enuncia mi nombre. Es ella. La pelirroja de la mirada acristalada.                                                                                                        

 –Perdona. Es que yo no voy a necesitar la cinta, porque soy de prensa escrita, si quieres te la paso…                                                                                                                                                         

 –Pero… ¿seguro?                                                                                                                                                         

 –Claro, otro día igual puede pasar al revés ¿no? Por cierto, yo que tú no me quedaría aquí mucho tiempo. De un momento a otro se va a montar la de dios.                                                        

Y sí. Cuando salgo a la calle “la de dios” ya está montada. El mundo parece caerse entre sirenas de policía, ambulancias, bomberos y bocinas cabreadas. Emprendo el camino de vuelta al redil. Hay palos, piedras y señales de tráfico torcidas. Hay consignas agrias y un rabioso chaparrón trata de borrar la humareda de los botes de humo. Pero todo me da igual. Un corazón feliz late en mi pecho y mis labios se arquean de forma inconsciente para silbar una estúpida melodía. La grabadora está rota, sí, pero…  “¿tú has visto el Cristo que hay en la calle? ¡Un milagro que haya llegado entera!”


 

martes, 29 de marzo de 2022

VINILO TEMPORE. (Gotzon Bastida)

 


          “A menudo recuerdo cosas que no he vivido.”              

          Los domingos, a eso de las once de la mañana, echaban a andar en dirección a Santurce atravesando zonas sin edificar, vacíos interestelares llenos aún de maleza y deshechos por los que corrían perros sin dueño, recorriendo un camino de tierra que seguía el trazado del muro de la fortaleza de San Juan de Dios, dejando a la izquierda el poblado de las Casas Prefabricadas de El Burgo, construidas para alojar entre paredes de papel a los afectados por las explosiones del gas butano, hasta desembocar en la carretera nacional a través de un pequeño túnel peatonal que conservaría mucho tiempo -como si de una siniestra advertencia se tratara- sus paredes ennegrecidas por el humo y el fuego de alguien a quien habían quemado allí mismo (¿quién? ¿por qué?). Llegaban luego hasta una sala de juegos situada en una de las primeras calles del pueblo, donde jugaban unos futbolines, tal vez unos petacos, todo tan físico, tan profundamente orgánico aún, tan confiadamente ajeno a la ofensiva que la SEGA Corporation, Arcade y los Space Invaders estaban a punto de desencadenar y que partiría la Historia en dos poniendo el mundo en sus manos… Salían de allí para recorrer más calles – mediodía: panes bajo el brazo,  zapatos de ir a misa, olor simultáneo a colonia, gasoil, lejía y café- hasta llegar a la sala Young´s de Las Viñas, en cuyo interior les esperaban, entre las nebulosas fosforescentes de una realidad paralela, las actuaciones en directo de Storm, Triana, Burning, Bloque, Fusioon. Aun eran demasiado jóvenes para beber, para fumar, para follar (siempre que no fuera en sueños) o para preocuparse por el qué pasará mañana. A sus quince años eran tan solo agentes infiltrados en un mundo que aún no era el suyo, pero que lo sería pronto. Cuando eso sucediera, el fin de la inocencia sería el precio a pagar, pero qué más daba: era algo que iba a suceder hicieran lo que hicieran. Así que cuanto antes, mejor. A una edad en tierra de nadie, sin asideros, en la que tan fácil era quedarse a la intemperie, vagando en la inmensidad de un espacio helado y vacío, la música les servía como una estrella en torno a la que orbitar; un motor que les empujaba a moverse, caminar y explorar el mundo que les rodeaba, además de un vínculo de acero entre ellos. Ellos: esos mismos cuatro pelagatos que algo así como dos horas después de haber entrado, emergían de las tinieblas del Young´s a la luz del día con ritmo de samba en las venas y todas las áreas del cerebro recalentadas en su empeño por procesar semejante ensalada de nuevos estímulos. Y, como si estuvieran de pronto rellenos de helio, flotaban ingrávidos acera abajo hasta la calle del Dólar para aprovechar que El Delfín Verde –agazapado en una de sus bocacalles- permitía entrada libre en el último tramo de su sesión matinal. Una vez dentro, fascinados por la calidad sobrenatural del equipo de sonido, cautivos de los haces de luz de la bola de espejos y el ir y venir de los focos giratorios, tonteaban por la pista, rehenes de los arreglos siderales del “Papa was a rolling stone” de The Temptations, del desparpajo orquestal del Nuevo Sonido de Filadelfia, del acrobático humor amarillo de Carl Douglas y “Kung Fu Fighting” o de la perversidad adolescente del “Sugar Baby Love” de The Rubettes. Hasta que de pronto se encendían las luces con una canción lenta que era siempre la misma y que venía a decir: todo el mundo fuera. Y entonces desandaban el camino, Los Cuatro. De vuelta al hogar. Y tal vez eligieran en esta ocasión volver a través de las humaredas de las parrillas de sardinas del puerto, recorriendo el paseo del Relleno por toda la dársena hasta alcanzar la Náutica y las piscinas de su infancia, cruzando el parque de los monos estremecido como siempre por los graznidos de los pavos reales, empezando a divergir a partir de ahí sus vectores hasta colocar a cada uno de ellos ante su propia comida familiar, inevitablemente conectados por los hilos invisibles de lo vivido, la sólida textura de un domingo cualquiera al que aún le quedaba la mejor de sus dos mitades: la tarde.

 

 

                                        1

            «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

                                                                                       “Cien años de soledad”

 

               Las epifanías y el contacto con lo mágico se producen a edades tempranas. En los sapiens, a partir de cierto momento, pongamos los trece años, la materia gris disminuye en tamaño y las sinapsis neuronales se reducen sensiblemente. Como contrapartida, las conexiones que permanecen se especializan en la efectividad. Efectividad frente al mundo que les rodea. Pragmatismo. De pronto, la fantasía pasa a ser una amenaza, una rama sobrante. Hay que poner los pies en el suelo. Bajar la cabeza de las nubes. No mirar volar las moscas. La mecánica corporal se concentra en la adaptación y la supervivencia. Todo lo demás es apartado. Desaparece. O se esconde en una remota región interior esperando el momento propicio para reaparecer…

                Por lo que se refiere a A.M., sus tres iluminaciones, así es como él prefiere llamarlas, todas ellas previas a su adolescencia, son:

 

Primera Iluminación: Round & Round

              “Me veo, no sé a santo de qué, en la casa de Alberto Arana. Ambos somos amigos de las monjas, Colegio Santa Ana, Portugalete, algo así como el preescolar. ¿Tendremos cinco, seis años? El portal es el primero de la calle Carlos VII. El número 2. Haciendo esquina con General Castaños. Una casa alta para la década de los sesenta, casi un rascacielos. Aún sigue ahí. Idéntica a sí misma, a pesar de los años transcurridos. Un lugar también para las noticias luctuosas pues, desde tiempos inmemoriales, hasta hoy, las funerarias exponen en su fachada las esquelas de los muertos del pueblo. Impresos rectangulares con la foto del que se ha ido, nombres de los familiares, hora y lugar del funeral y que en paz descanse. La lluvia los golpea con frecuencia y los papeles acaban disolviéndose sobre la acera, esa misma acera que los muertos habrán pisado tantas veces. Resulta que como el padre de Arana es marino, la casa está llena de cosas raras. Exóticas. O eso me parece. Estamos en la cocina, que es amplísima, y Arana me va a enseñar su último juguete. Aparece con un enorme platillo volante con ruedas que deposita en el suelo y que empieza a rodar sobre las baldosas hasta chocar con la pared y entonces ¡cambia de dirección! Y sigue rodando hasta topar, un par de metros más adelante, con la pata de la mesa… ¡y lo hace de nuevo!¡Gira él solo! No daba crédito. Mi cabeza humeaba… ¡Aquel cacharro podía estar rodando de un lado para otro hasta el juicio final! ¡Si lo bajáramos a la calle y lo dejáramos sobre la acera, daría la vuelta al mundo!¡No se pararía jamás!”

 

Segunda Iluminación: Invisible Touch

           “Un día mi padre saca del bolsillo un trozo de metal oscuro, feo, irregular. Del tamaño de un dedal. Lo pone sobre la mesa de madera del comedor. Agarra unos alfileres que había por allí y los sitúa a cinco o diez centímetros y de inmediato se desplazan por sí solos hasta agarrarse con fuerza al metal. ¡Un imán! Cráneo humeante de nuevo. ¡Así que había fuerzas invisibles que podían mover las cosas! ¡Con un imán gigantesco se podrían arrastrar camiones y derribar aviones y vete tú a saber cuántas cosas más! Me pasé el día probando aquel prodigio sobre todo tipo de superficies y descubriendo que no todo lo que parecía hierro lo era en realidad y que la potencia de un imán era capaz de traspasar el plástico y el papel. Todos los días de los meses siguientes, sacaría algún momento para dar vueltas en mi sesera al vital asunto de “cosas que se podrían llegar a hacer con un gigantesco y poderosísimo imán”.

 

Tercera Iluminación: The Art of Noise.

            “Doy un brinco en el tiempo. Tendré ya trece años. Mi tío Santi, hermano de mi padre, trabaja como empleado en una tienda de electrodomésticos de Portugalete. Un día, como yo llevaba tiempo dando la tabarra con la idea de un tocadiscos o al menos un transistor para mi uso exclusivo (ya asomaba sus antenas y parte de su cuerpo segmentado el gusano musical), aparece por casa con un radiocasete (sería más apropiado decir un reproductor de casetes, es para lo que servía, allí no había radio alguna incorporada). Lleva una cinta de demostración de música orquestal que suena bien y nada más. Pero luego pone una cinta virgen, vuelve a introducir la mano en la caja de cartón y extrae, envuelto en su plástico, un rudimentario micrófono.  “Y con esto se puede grabar lo que quieras”, dice. Conecta el cable a una compleja entrada lateral. Presiona a un tiempo dos teclas y me acerca aquel artilugio… “Di algo”, “¿Y qué digo?”, “Lo que quieras”, “No sé qué decir”, “Con eso ya vale, verás” ...Apartó el micrófono, rebobinó la cinta, dio al play y… ¡eran nuestras voces! ¡El momento que habíamos dejado atrás estaba atrapado para siempre allí dentro! Nunca hubiera podido creer que fuera así de simple. ¡Podría cazar todos los sonidos, todas las canciones, las voces, la vida entera! No es que deseara aquel trasto… ¡es que lo necesitaba más que al aire! ¡Sería mío y nunca me separaría de él! Y eso es lo que hice. De alguna forma.”

 

                                         2

 

            Acabábamos de estrenar la década de los setenta. Toda la familia comíamos en la mesa de la cocina. La radio estaba sobre el frigorífico. No era ya una de aquellas soñadoras y hermosas radios grandes a válvulas con el nombre de todas las ciudades del mundo escritos en el dial que morirían ejecutadas por la llegada de la frecuencia modulada. Tuvimos una de esas, por supuesto, cálida y barroca, de arquitectura única, pero había expirado poco tiempo atrás. Como Hemingway, tiró la toalla cansada de luchar contra un tiempo que la excluía. Y un día, sencillamente, entregó su alma con un último suspiro y dejó de “andar”. Su sucesora estaba hecha de otra pasta. En realidad, ya no era una radio propiamente dicha: se trataba de un transistor forrado con una gruesa funda protectora que lo defendía del polvo y la suciedad y dejaba acceso a los botones fundamentales. Echaba humo todo el día, ese transistor. Dale que te pego con las voces marciales de siempre dando las noticias de siempre. Curas impartiendo sermones apocalípticos desde locutorios franquistas con olor a incienso. El Ángelus a las doce en punto. Empalagosas voces blancas reclutadas en la Sección Femenina de Falange leyendo la programación del día. Consejos comerciales doblados por el peso de la caspa, pero aun así entrañables. Yo soy aquel negrito. Soberano es cosa de hombres. Mantenga limpia España. Pero de un tiempo a esta parte algo estaba cambiando ahí dentro. Surgían nuevos lenguajes, nuevas propuestas. Todavía eran tan solo excepciones, islas diminutas en medio de un aburrimiento oceánico, pero crecían y se multiplicaban con rapidez. Desde esos rincones del dial nos llegaban por fin canciones que parecían hechas para nosotros… Y ahora, gracias a aquel ingenio grabador de mi tío Santiago, yo podría capturarlas en una casete y disfrutarlas cuando me diera la gana. A la hora de comer, los todavía larvarios 40 Principales eran una buena oferta. El micrófono llevaba un sencillo accesorio de plástico que se le acoplaba y le hacía levantar el morro, como un mortero en zona de guerra. Colocados uno al lado del otro, mi nuevo aparato empequeñecía al transistor hasta hacerles parecer Godzilla y la Hormiga Atómica. Antes de sentarme a la mesa dejaba todo el tinglado dispuesto. Luego empezaba a comer convertido en un ceñudo tirano atento a la voz de los locutores. Al anuncio de determinada canción, abandonaba de un salto el zancarrón con tomate para lanzarme sobre la nevera exigiendo silencio a todos mientras ponía el trasto a grabar presionando dos de sus teclas al tiempo. Si en algún lugar hay un registro de los momentos estelares de la petulancia este ocupa, a buen seguro, un lugar destacado. ¿Se puede ser más cretino? ¿Simplemente, por qué no me arrojaron por el balcón y luego siguieron a lo suyo? Y así día tras día, tensando el microclima familiar con mi antojo, acumulando grabaciones y broncas, hasta cosechar finalmente un C60 con unas diferencias atroces de volumen, interferencias, tajos a destiempo y en el que, mezclado con el “Vals de las mariposas” de Danny Daniel, podía oírse el sonido de las cucharas sopeando, el siniestro arrastrar de banquetas y la tos de mi abuelo.

 

                                           3

 

 estamos Los Cuatro sentados en la terraza de un sitio que se llama el Kubrick Bar y me parece curioso que se llame así porque las pelis de Stanley tienen lo suyo en música el tío se lo tomaba tela en serio como por ejemplo las cosas sintetizadas que suenan en la naranja mecánica o el así habló Zaratustra de la escena de los monos de 2001 uf mucha música en ese  y también el recuerdo de Schubert  maravilla piano cello violín en Barry Lyndon y más cosas porque la chaqueta metálica también guau que sí Kubrick maniático obsesivo insoportable genial y es la una y media y tomamos vino blanco y cerveza mientras vemos cómo la línea de sombra se desplaza poco a poco hasta devorarnos por completo como uno de esos monstruos de otro planeta que consisten básicamente en una mancha que se expande más y más / y entonces según pasan los minutos el sol ya no está aquí sino un poco más allá y luego más allá y luego más allá y el asunto se nota porque de pronto la  calle es un tubo de aire frío lleno de balcones fríos y baldosas frías y sillas frías y orejas frías y corrientes heladoras y es como si estuviéramos atrapados los cuatro en una placa de Petri y algún hijo de puta bata blanca experimentara con nosotros sobre el límite crítico de colapso multiorgánico a cierta edad / y pasan negros aerodinámicos llenos de bolsas vendiendo calcetines con diferentes grados de tabarra verbal y pasan también rodando bien cerca coches enormes casi siempre de color blanco y con un solo pasajero dentro que siempre parece el mismo y que mira las terrazas el muy cabrón como si deseara rociarlas con napalm en plan un día se me van a hinchar los cojones y la voy a armar mientras de  la tienda de alquiler de bicicletas que hace esquina salen dos tías fuertes y rubias tan en manga corta que solo pueden ser finlandesas que caminan calle arriba dirección a la tienda de discos power records que es de las últimas de su especie en pie porque todas las nuestras ya han muerto vellido quintana serrano corte inglés galerías preciados donde escuchábamos de pie y en mostrador circular con teléfonos auriculares uno en cada mano  y un dependiente en el centro que iba pinchando sin ningún interés y como ofendido por tener que estar haciendo lo que hacía / y me revuelvo en la silla de plástico y aluminio del bar y cambio de postura e inspiro fuerte por la nariz intentando agarrarme al instante Kubrick a la calle en la que estoy al aquí y ahora como a tabla de náufrago o risco saliente sobre el precipicio porque en realidad no estoy aquí  y sé que es por un gesto de piper de hace nada cuando aún nos quedaba un poco de sol de oro caliente y piper nos ha entregado en mano como todos los años un cd recopilatorio cosecha propia y ha bastado solo ese gesto de transacción escénica para que mi cabeza saliera disparada mil años atrás

 

                                                                        4

 

                Portugalete, 1972. Dejo la tarea de química a medio hacer y salgo de prisa de casa. Puerta, escaleras, la acera. El aire frío de febrero soplando en la cara. Son las siete de la tarde, pero ya hace tiempo que se ha hecho de noche. Viejos camiones grasientos desplazándose por la oscura carretera a Santurce como elefantes agotados camino del cementerio de marfil. Fluorescentes de baja intensidad bañando siluetas estáticas que esperan la vez en las tiendas de ultramarinos con un capazo vacío en las manos. Sombras chinescas en las ventanas. Bajar, bajar, bajar rápido toda la cuesta hasta el puente colgante. Para flotar en la barquilla sobre el agua densa-densa chocolate. Al otro lado ya espera Piper. Siempre nos sentamos en la piedra. Ahí mismo. Me entrega la nueva casete grabada. Basf C90 Hierro. Impecable. Dejamos pasar tres o cuatro puentes. Que vienen y van. Motos, coches, bicis, gente. Nos damos un respiro.  A nuestra bola. Esto y aquello. Risas. Cada cinta siempre lleva dos álbumes completos. Uno por cada lado. Led Zeppelin IV. Wings Wild Life. Badfinger. Guess Who, Ziggy Stardust… Mundos enteros explosionando. El Big Bang de los sonidos. Pero siempre sobran minutos para un relleno, canciones sueltas que completan el minutaje. La última siempre acaba a tajo. Como debe ser. Se aprovecha hasta el último aliento grabable. Y ahí siempre hay sorpresas. En el relleno. Delicatessen. Maravillas emergentes de cosecha piperiana. Elliot Murphy. Mama Cass. Stealers Wheel. Grand Funk. Caen las primeras gotas. Finas. Casi imperceptibles. Adiós. Nos vemos mañana. En el colegio. Y ya estoy cruzando de nuevo la frontera entre dos mundos. Smic / Smac. Ánodo y cátodo. Sístole y diástole. Hacia la otra orilla. Sobre la ría, otra vez, ahora escenario de un ballet de remolcadores terminando jornada. Subir, subir, subir, remontar las cuestas bajo el eterno sirimiri. Comercios cerrando. Estrépito de persianas tableteando como carracas al caer. Paraguas brillando como focas. Bares desnudos con una única figura apoyada en la barra, el chiquito en la mano, mirando hacia fuera sin ver. Llego a casa. Soy yo. Olor a castañas asándose sobre la chapa de leña y carbón. Pelo húmedo y aun así directo a la habitación que comparto con mi hermano. El cuaderno y el libro siguen abiertos sobre la cama tal y como los dejé. Sodio, potasio, rubidio. Saco la cinta del bolsillo y con un par de gestos hago que “Madman across the water” comience a sonar. Y con las primeras notas del piano las paredes se derrumban y el techo de la habitación salta por los aires.

 

                                        5

 

               Los viernes por la tarde, un portero vestido como el recepcionista del Hotel Hilton de Nueva York se cuadraba todo sonrisas ante cuatro mocosos a su llegada a la Sala Jamaica de Portugalete. Había una razón de peso: entre ellos estaba el hijo del jefe. La familia de Piper eran los propietarios de aquel palacio de los sueños situado en el camino al campo de San Roque. El primero de los grandes aciertos era el nombre: Jamaica, tres sílabas con sabor a las películas de piratas que veíamos en las matinales de cine. Ni el reggae ni Marley ni la hierba estaban aun ni remotamente en nuestro radar, así que Jamaica era una luna roja brillando sobre el mar, la calavera y los huesos ondeando en el palo mayor, garfios, patas de palo, mujeres salvajes con escotes vertiginosos soltando una carcajada con los brazos en jarras y broncas multitudinarias en las tascas del puerto. Jamaica, ¿a quién se le ocurriría llamarlo así? Y, ¿por qué? Pensándolo ahora, no solo sería el portero, me imagino que allí habría más ojos pendientes de que Piper se encontrara a gusto, que no le faltara de nada. Y por añadidura, tampoco a los desgarramantas que le acompañaban. Intuyo manos invisibles que despejaban discretamente nuestro rincón favorito (tal vez hasta sacando de allí a empujones a algún incauto), veo camareros ajustándose con premura el corbatín bajo el chaleco, erguidos como mariscales austrohúngaros a nuestro paso, recuerdo refrescos servidos en vasos impolutos, abrillantados hasta el desgaste y al disc jockey atento como un pointer a lo que nos hacía mover el pie para incluirlo en el epígrafe “tema imprescindible-pinchar los viernes” … Stones, Purple, Led Zep. ¿Qué más se podía pedir? De nuevo el destino haciéndonos un regalo, los dioses sonriendo a nuestro paso, la fortuna arropándonos con su manto de plata. Entre aquellas paredes íbamos a ver, tan cerca que podíamos tocarlos, a los integrantes de grupos como Mezcla, Andrómeda o La Quinta Reserva dejarse la piel en versiones salvajes de canciones insólitamente “à la page”. Allí intercambiaríamos, hablando los cuatro al tiempo, nuestras desventuras más recientes entre los muros del penal menesiano. Por allí empezaríamos a ver pulular personajes que, por su aspecto y la música que les hacía vibrar, serían nuestros futuros aliados. Y allí, extasiados por esa sensación de libertad extrema que solo puede ofrecer la tarde de un viernes, con el ánimo estratosférico de tener todo un fin de semana por delante, resulta que a la mínima nos poníamos a bailar.

 

                                        6

 

                Siendo realistas, el término bailar les quedaba un tanto grande. Aunque, por otro lado, a su favor hay que decir que lo daban todo. En las discotecas, Los Cuatro pasaban de permanecer amodorrados en una mesa claramente periférica del local a saltar al foso de un brinco y fregar la pista con el sudor de sus cuerpos con tan solo sonar el primer acorde del “Highway Star” de Deep Purple. ¡Qué instinto escénico! ¡Qué asombroso sentido del espectáculo! ¡En contadas ocasiones, antes y después, la civilización occidental ha podido contemplar semejante despliegue de gestualidad! Tocaban guitarras fantasmales, redoblaban baterías aéreas y sus dedos recorrían teclados invisibles mientras cabeceaban ceñudos golpeando un clavo imaginario con su frente. Con el tiempo, esa coreografía no dejaría nada al azar: las sincronías eran perfectas y cada nota estaba en su sitio, pues la canción la habían escuchado un millón de veces. Y si los dioses del sonido tenían a bien que a Deep Purple le siguiera algo como el “Gerdundula” de Status Quo, el cuarteto entraba en trance místico, perdiendo el poco control que les quedaba, agitándose epilépticos bajo el influjo de misteriosas y terribles descargas eléctricas, con los ojos en blanco como los no-muertos de las noches de Haití.

 

                                         7

 

los padres de Manu tenían una tienda de ropa y novedades llamada coquet que recuerdo como un mundo aparte ordenado y acogedor y con un olor mullido a lana y angora y tergal donde había que probarse jerseys camisas nikis pantalones la madre siempre rápida y nerviosa y el padre siempre grave y sonriente y hasta tímido en aquel espacio de mostrador doble con una puerta que daba a un almacén que era un tetris de cajas de cartón de todos los tamaños un lugar en el que me gustaba estar con cualquier excusa pero al que a partir de cierto momento solo se iba si no había más remedio porque la norma y el impulso natural eran escapar todo lo posible del radar de los padres pero claro la tienda desapareció y ahora veo tanto tiempo después al pasar por allí el local reencarnado en algo que se llama encurtidos sánchez donde venden un montón de cosas metidas en tarros de cristal aceitunas chorizo queso pimentón de la vera como extrañas formas de vida flotando en formol / porque el tiempo cabrón ha ido demoliendo las cosas que nos acompañaban y ahora el Young´s es un supermercado y el Jamaica también dos supermercados enormes en los que los guardas jurado dimiten uno tras otro aterrorizados por ver en la noche a la luz de sus linternas refulgentes ectoplasmas que se mueven entre los pasillos de conservas galletas licores artículos de limpieza leche yogures flotando concentrados en sí mismos los ectoplasmas ondeando sus luminosas transparencias siempre al compás de con su blanca palidez de procol harum que es sin discusión alguna una de las canciones más devastadoramente tristes que se han escrito nunca nunca nunca y que ya en sí misma por sí sola y sin fantasmas por medio justifica que el más bregado de los guardas arroje todo sobrepeso y salga por patas de donde sea perdiendo el culo y sin mirar atrás