El Día Internacional de la Radio se celebra anualmente el 13
de febrero, conmemorando la fecha de establecimiento de la Radio de las
Naciones Unidas en 1946. Esta fecha fue elegida específicamente para subrayar
la contribución única de la radio en unir a las personas alrededor del globo.
En lo que a mí respecta la radio ha sido (como oyente) fuente de información,
placer y evasión, especialmente en los años de adolescencia y juventud. Después
acabó siendo mi medio de vida. Este relato, publicado en su día en el libro “La
Radio Encendida”, describe mi vivencia personal en un día cualquiera en los
agitados ochenta.
UN DÍA EN LA VIDA.
El tren está atestado de figuras desoladoras como la mía. La lluvia crea deprimentes chorretones sobre los cristales mugrientos y los paisajes parduzcos y herrumbrosos de siempre parecen aún más amenazantes. Podría ser un miércoles mierdoso más, pero es aún peor. Ayer superé de nuevo la delgada línea roja del sentido común para embarcarme en una de esas noches hooligan con mis colegotas de “La Herradura”. No estaba previsto. De hecho, al llegar a Santurtzi, tras una larga jornada, estuve a punto de enfilar por un día el camino de vuelta a casa con la sana intención de acostarme pronto. Imbécil. Para cuando quise darme cuenta, mis pasos estaban ya subiendo la cuesta de la perdición hacia el bar donde todo el mundo sabe tu nombre, que cantaban en Cheers. “Te mereces un poco de diversión”, me decía a mí mismo en esas ocasiones, “a ver si todo va a ser currar y sobar”. De modo que, una vez más, me vi sumergido en la dinámica habitual de rock&roll/Voll-Damm/ fumeteo/risas que tan funestos resultados ofrecía al amanecer del día siguiente.
Así que aquí estoy. En el tren
siguiente al que he perdido, aferrado de mala manera a un asidero pringoso y
luciendo unas ojeras que más parecen gafas. Estoy
hablando del año 85 del siglo pasado y en algunas cuestiones se diría que se
trata de la prehistoria: en aquellos vagones se fumaba con absoluta naturalidad
y profusión y los “pikas” se dedicaban con tesón a perseguir cuadrillas enteras
que viajaban “de colada” y que a veces ofrecían auténticos espectáculos
acrobáticos.
A medida que mis brumas se disipan voy tomando conciencia de
mis inminentes quehaceres: A las diez, rueda de prensa ordinaria que convoca el
diputado general de Bizkaia, Makua. En principio no debe de ser algo demasiado
complicado, se trata de colocar la grabadora, apuntar lo fundamental y después
convertirlo todo en una de las noticias del informativo de las dos. No es
actualidad taquicárdica ni previsible “scoop”, no tendré que esforzarme en dar
con preguntas clave o en captar titulares. Soy un neófito de la información y a
veces me veo perdido en selvas que en realidad no deberían pasar de jardines.
Mi vida, por otro lado, es todo un homenaje a la ironía. Puedo estar un jueves
cubriendo un lunch con la Confederación de Empresarios y el sábado llamando a
la lucha de clases con mi banda rockera. Esta dualidad me sitúa a veces en
situaciones esperpénticas. Mi mayor preocupación en esos momentos radica en el
tiempo. He subido al tren en marcha y tengo por delante los minutos justos para
hacer el recorrido hasta Bilbao, salir volando en “el apeadero”, atravesar como
una flecha el parque, coger los bártulos en la emisora y situarme por los pelos
en el lugar preciso. Sin embargo, algo empieza a fallar. En Sestao-Urbínaga el
tren se ha retrasado en reanudar su marcha y ahora, en Olaveaga, a tan solo una
estación de mi final de trayecto, el parón empieza a superar lo razonable y los
nervios recorren los vagones en forma de murmullos. Efectivamente, una voz
metalizada confirma lo que tememos: Señores pasajeros, por graves problemas
surgidos en el trayecto, este convoy no puede concluir su recorrido. Rogamos lo
abandonen a la mayor brevedad posible. Gracias. Así que corro. Corro sobre las
vías, apartando pasajeros remolones y tropezando con raíles y traviesas. Corro
entre obreros que corren en sentido contrario al mío dejando atrás un tren en llamas,
corro entre botes de humo y pelotazos usando el pánico de gasolina. Corro entre
coches sorprendidos y frenazos quemagomas generando amargas alusiones a mi
familia. Corro atravesando el parque, propulsado por deyecciones caninas y en
constante colisión con paraguas de todo tamaño y color. Corro hasta que mi
pecho se alía con mi bazo y me exigen con sus punzadas que deje de correr. La
puerta de la emisora se halla a unos quinientos metros y la rueda de prensa a
unos diez minutos. No está todo perdido. Como es de esperar, Cristina, la
recepcionista, no puede reprimir la carcajada. Mi aspecto debe de ser el de un
pollo remojado y mi gesto, sin duda, conserva el estúpido rictus que da la
velocidad. En unos instantes vuelven las malas noticias: –No quedan ya
grabadoras. Hoy hay muchas convocatorias. “Como no vayas con esta”… Guti me lo
dice con una mezcla de preocupación y guasa. Lo que me ofrece es un aparatoso
modelo de bobinas que yo ni siquiera tengo el gusto de conocer. –Mira, es muy
sencillo, éste botón a la derecha, este a la izquierda y esta palanquita en “on”.
Si quieres rebobinar: aquí, y si quieres escuchar, aquí… ¿te repito? No, por
dios. Me arriesgaré a confiar en mi memoria y sobre todo en la fortuna, aunque
consciente de que hay un principio que se cumple en estos casos: “Si algo puede
salir mal, saldrá”. Sólo hay que memorizar cuatro movimientos muy sencillos. Él
lo hace con habilidad de prestidigitador, con esa misma que usan ciertos
feriantes para venderte el cuchillo corta-todo que después no corta nada. No
había tiempo para cursillos, así que cargo con la pieza de museo al hombro y me
lanzo de nuevo a las calles con premura, confiando en mi memoria y en la
suerte. Al menos no me ha visto el jefe. “Ten cuidado con lo que deseas, no
vaya a ser que se cumpla” debió de decir algún chino. Algo de eso me ocurre a
mí. Si hace tan solo dos años me dicen que mi banda de rock iba a mantener una
intensa actividad y que mi accidentada carrera de periodismo desembocaría en un
curro fijo en la radio, habría cambiado
automáticamente de pitonisa. Sin embargo, las situaciones agobiantes son
demasiado abundantes y cotidianas como para sentirme flotar sobre una nube. No,
lo del día a día son más bien nubarrones, cuando no tormentas en toda regla y
más desde mi ingreso en la sección de informativos.
Pocos meses atrás había conocido la dulce experiencia del
programa propio. Un lienzo en blanco a llenar día a día con los colores que más
me apetecían… entrevistas, montajes, música, sonidos de archivo, conversaciones
con los oyentes… y encima un sueldo… demasiado, demasiado pronto. Todo se vino
abajo cuando la dirección, en una maniobra tendente a subir la audiencia, fichó
a la casi totalidad de la plantilla de los Cuarenta Principales con la
intención de instituir una radiofórmula de “música y noticias”. Como mis
músicas no cuadraban con los nuevos aires, me tocaron las noticias. El
apasionante mundo informativo de la Euskadi de los ochenta: atentados recién
cometidos, funerales encendidos, ruedas de prensa bulliciosas, obreros
reconvertidos en luchadores callejeros, guerra de las banderas, “tostartekos”
contra “armadores” … cada día podía verme en un nuevo planeta extraño, en otro
conflicto de difícil interpretación donde era fácil dejarse llevar por lo
evidente y difícil hurgar en las tripas de la verdad, o al menos en algo que se
le acercara. A veces me sumergía en la más pura desesperación: una semana antes
me había visto en medio del caos bursátil, tras ser enviado allí con una
inquietante consigna: “Se rumorea que hoy va a pasar algo gordo en la bolsa,
véte y entérate”. Sí, parecía que pasaba algo gordo pero ¿qué? Mis colegas (en
sentido estricto) de otros medios, no tenían como prioridad explicarme nada y
yo me movía entre aquellos psicópatas trajeados como si fuera invisible. Peor,
como si fuera un estorbo Ni que decir tiene que mi falta de experiencia me crea
problemas. Como bien suele decirse (gracias, Alkate) “cortando cojones se
aprende a capar” y yo estoy todavía aprendiendo a manejar las tijeras (o como
quiera que se llame lo que usen para capar, que ya me estoy cansando del
símil). Como lógica consecuencia, no es extraño que a veces, dos minutos
escasos de noticia me lleven un trabajo ímprobo y algún dato de interés se
quede en la gatera. El día de la bolsa, por ejemplo, no pasó nada de interés, pero
yo dejé pasar por alto lo que me dijo un broker jubilado con el que hice migas
aquel día: “Tengo entendido que se van a fusionar las cajas de ahorros”. Lo
comenté más tarde con otros periodistas, algunos “expertos” en el área
económica y todo fueron sonrisitas y desdenes: “Es hasta físicamente imposible,
habría muchas calles con dos sucursales de la misma caja”. Pues bien, pocos
días después la noticia saltó a titulares y a mí se me quedó cara de lerdo, aún
más de la que ya tenía.
La Gran Vía se va convirtiendo en un inmenso estruendo. Ese
tren ardiendo que me daba la bienvenida a un nuevo día es un paso cualitativo
en la desesperación de los operarios de “Euskalduna”. Las consecuencias en
cadena, habituales en los últimos meses (intervención policial, cortes de
tráfico, bomberos, ambulancias…) se han disparado hoy hasta crear un paisaje
apocalíptico, como sacado de una película pesimista de ciencia-ficción. Braman
bocinas y motores mientras los viandantes aceleran el paso con rictus de
tensión. A mí, para completar el cuadro, se me va clavando en el hombro la
correa del muerto que llevo colgando. Si tuviera que correr ¿qué hago con
semejante lastre? “Bizkaiko Foru Aldundia”, “Diputación Foral de Bizkaia”. Aquí
es. Siete minutos de retraso. Con el Cristo que hay en la calle seguro que
empiezan tarde. Me lanzo escaleras arriba con decisión. Parece como si el
artefacto del demonio hubiera perdido de pronto su peso. Mierda. Lo ha perdido
de verdad. El enganche se ha soltado y el mamotreto boto escaleras abajo. Son
solo tres botes, pero me duelen como navajazos en el pecho. ¡Ay, Dios! Un
caballero de traje azul marino se ha visto sorprendido por la enorme bolsa
negra que se le abalanzaba y lo ha asido cual pelota de rugby. Sin tiempo para
explicaciones lo arranco de sus brazos farfullando disculpas y reinicio la
marcha ciega. Solo tengo una idea difusa de dónde se halla el salón de plenos.
Esas dos enormes puertas de vidriera parecen invitar. Hay luz adentro. Las
acometo con brío y el estruendo acristalado al abrir parece asustar a una
docena de reunidos en torno a una enorme mesa oval. –Perdón, ¿saben dónde es la
rueda de prensa de Makua? Un silencio lánguido parece que va a ser toda la
respuesta que merezco. Finalmente, uno de ellos, especialmente bronceado y
repantingado, se digna en responder con tono cansino: –Las ruedas de prensa de
la Diputación son en la Diputación… esto es Hacienda. Todos sonríen maliciosos
al constatar mi error. Cuando vuelvo a cerrar las compuertas puedo escuchar sus
risotadas. Es cierto, con las prisas no me he dado cuenta de dónde me metía en
realidad. El maldito letrero me ha despistado. Me lanzo de nuevo a la calle
donde la situación ha empeorado. Ahora el tráfico está literalmente parado y
varios conductores se han bajado de los coches con aires de desesperación. El
concierto de bocinas se une al de ambulancias impotentes. Un cielo roñoso dota
al conjunto de un aura opresiva. “Por lo menos no llueve”, me digo mientras
inicio una nueva carrera. Ahora llevo el peso sujeto por el asa y me veo
obligado a cambiar de mano cada cuatro pasos. Me duele el corazón, me falla el
resuello, son los doscientos metros más largos de mi vida. Finalmente me veo
ante el palacio foral, pero tengo que atravesar una concentración de trabajadores
de la limpieza que se agolpan en las escalinatas. Lo hago con tanta
determinación que algunos congregados pierden el equilibrio. Subo los peldaños
escuchando silbidos de fondo y alguna desagradable mención a mi querida madre.
Las grandes compuertas de la entrada están cerradas. Me temo lo peor. Trato de
abrirlas, el portón cede sin mayor problema, pero un policía foral me para en
seco justo a la entrada.
–¿Adónde crees que vas? –A la rueda de prensa de Makua
–consigo decir entre resuellos–. –¿Rueda de prensa? Hace más de media hora que
ha empezado. No se puede pasar. –Un momento. Es muy importante que yo esté ahí
–le digo mirándole fijamente a los ojos–. Te juro que si no me dejas lo voy a
contar por la radio –añado, sin creer que soy yo el que suelta esas palabras–.
En un primer momento la reacción del txapelgorri es un tanto desafiante, pero
las consignas del grupo de la pancarta arrecian animados con la escena y
finalmente cede. Más escaleras, más puertas. ¿Cuál abro? ¿dónde se sitúa la
maldita convocatoria? Cuando mi respiración ahogada y mis latidos van
recuperando su ser, creo escuchar un rumor lejano, teñido de cierta solemnidad.
A medida que me voy acercando creo reconocer un timbre de voz enfático que
podría ser el del diputado general. Abro tímidamente la puerta correspondiente
y esta vez sí: varios compañeros de tareas rodean una enorme y lustrosa mesa
presidida por José María Makua. Mi irrupción en la sala interrumpe levemente su
discurso y hace girar cabezas hacia mi persona. –“Egun on mutil, jezarri
zaitez”. Me dice el diputado, con tono campechano. Pero aún no voy a sentarme.
Aprovechando que mi figura ha perdido interés, me sitúo en uno de los escasos
asientos libres, en el extremo opuesto al orador y trato de sacar discretamente
todo mi utillaje de la bolsa.
Como suponía, la carcasa trasparente que servía de tapa, se
ha rajado ostensiblemente con la caída y las dos bobinas se han salido de su
sitio. Empezamos bien. Extraigo el aparato entero, coloco las cintas en su
lugar adecuado, inserto la clavija del micrófono y me repito mentalmente las
instrucciones: “Izquierda, derecha, on”… bien. Muevo cada uno de los selectores
tal y como –creo– me indicara Guti y… ¡sí! Las agujas de los vúmetros parecen
moverse adecuadamente y un pilotito rojo sugiere que estamos grabando. Después
del descalabro de las escaleras, es todo un milagro. Bien, Roberto, bien. Antes
de dirigirme con mi artillería pesada hacia las inmediaciones del ponente, echo
un rápido vistazo. Todos parecen ignorarme excepto una pelirroja de gafas
redondas que me observa con disimulo y cierta guasa en la expresión. Los
aparatos que arropan al mandatario son, en general, ligeros: seis o siete
grabadoras de mano y un par de portátiles Sony con micrófono. Desde mi posición
calculo el lugar donde voy a situar mi artilugio y su micro y emprendo la
marcha. Procuro adoptar un aire indiferente, rutinario. Avanzo con el muerto
del demonio, lo deposito en la mesa, acerco el micro a su posición y emprendo
de nuevo la marcha al otro extremo. Durante la operación, el diputado ha tenido
la deferencia de interrumpir su plática para permitirme maniobrar. Cuando ya ve
que tengo el bolígrafo en la mano y el cuaderno abierto reanuda su speech, un
vago listado de subvenciones a diversas entidades deportivas. Estoy a punto de
respirar tranquilo pero lo mejor (o peor, según se mire) está por llegar. Las
frases del político tienen de pronto eco. Peor. Tienen “rever”. Su voz se
repite con unos segundos de retardo y ridiculizada por el sonido metálico del
casete. En un primer momento tan solo muestra cierto desconcierto, pero el
revuelo posterior entre mis compañeros de la prensa parece incomodarle:
–A ver, por favor, quíteme este tormento de aquí, si es
usted tan amable. Me dice, no sin cierta irritación.
–“A ver, por favor, quíteme este tormento de aquí, si es
usted tan amable”. Repite la máquina con tonillo robótico.
Los congregados estallan en una carcajada lacerante y yo me
abalanzo hacia la grabadora sin saber muy bien para qué. Me siento un cruce
entre Peter Sellers y el primer Woody Allen. Acciono botones y palancas en un
afán represivo, pero no consigo parar su marcha. Justo al contrario. Alguno de
mis movimientos provoca que los carretes inicien un avance enloquecido que
termina por expulsarlos del aparato y entonces el descojono es ya desbocado.
Para mi sorpresa –y alivio– compruebo que el propio diputado general se muere
de la risa tapándose la cara con la mano. La rueda de prensa tardará cinco
minutos largos en reanudarse. Para entonces el aparato del pleistoceno está
fuera de combate y me las tengo que arreglar tomando apuntes como un descosido.
La sala está vacía. Hace unos minutos que el último periodista la ha abandonado. Estoy solo, desmadejado en mi asiento, contemplando un trasto agrietado y descompuesto. A través de la ventana puedo observar que la lluvia ha vuelto a escena. Si hasta ahora todo han sido despropósitos, lo que se avecina puede ser un cataclismo. A ver quién es el guapo que vuelve ahora a la emisora sin cortes de voz y con la grabadora escacharrada. Porca Vita. Justo cuando la desolación y un profundo sentimiento de Titanic anímico me van venciendo, algo me solivianta. Alguien ha posado su mano en mi hombro a la vez que enuncia mi nombre. Es ella. La pelirroja de la mirada acristalada.
–Perdona. Es que yo no voy a necesitar la cinta, porque soy de prensa escrita, si quieres te la paso…
–Pero… ¿seguro?
–Claro, otro día igual puede pasar al revés ¿no? Por cierto, yo que tú no me quedaría aquí mucho tiempo. De un momento a otro se va a montar la de dios.
Y sí. Cuando salgo a la calle “la
de dios” ya está montada. El mundo parece caerse entre sirenas de policía,
ambulancias, bomberos y bocinas cabreadas. Emprendo el camino de vuelta al
redil. Hay palos, piedras y señales de tráfico torcidas. Hay consignas agrias y
un rabioso chaparrón trata de borrar la humareda de los botes de humo. Pero
todo me da igual. Un corazón feliz late en mi pecho y mis labios se arquean de
forma inconsciente para silbar una estúpida melodía. La grabadora está rota,
sí, pero… “¿tú has visto el Cristo que
hay en la calle? ¡Un milagro que haya llegado entera!”
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