miércoles, 12 de febrero de 2025

13 DE FEBRERO, DÍA MUNDIAL DE LA RADIO.



El Día Internacional de la Radio se celebra anualmente el 13 de febrero, conmemorando la fecha de establecimiento de la Radio de las Naciones Unidas en 1946.​ Esta fecha fue elegida específicamente para subrayar la contribución única de la radio en unir a las personas alrededor del globo. En lo que a mí respecta la radio ha sido (como oyente) fuente de información, placer y evasión, especialmente en los años de adolescencia y juventud. Después acabó siendo mi medio de vida. Este relato, publicado en su día en el libro “La Radio Encendida”, describe mi vivencia personal en un día cualquiera en los agitados ochenta.

UN DÍA EN LA VIDA.

El tren está atestado de figuras desoladoras como la mía. La lluvia crea deprimentes chorretones sobre los cristales mugrientos y los paisajes parduzcos y herrumbrosos de siempre parecen aún más amenazantes. Podría ser un miércoles mierdoso más, pero es aún peor. Ayer superé de nuevo la delgada línea roja del sentido común para embarcarme en una de esas noches hooligan con mis colegotas de “La Herradura”. No estaba previsto. De hecho, al llegar a Santurtzi, tras una larga jornada, estuve a punto de enfilar por un día el camino de vuelta a casa con la sana intención de acostarme pronto. Imbécil. Para cuando quise darme cuenta, mis pasos estaban ya subiendo la cuesta de la perdición hacia el bar donde todo el mundo sabe tu nombre, que cantaban en Cheers. “Te mereces un poco de diversión”, me decía a mí mismo en esas ocasiones, “a ver si todo va a ser currar y sobar”. De modo que, una vez más, me vi sumergido en la dinámica habitual de rock&roll/Voll-Damm/ fumeteo/risas que tan funestos resultados ofrecía al amanecer del día siguiente.                                                                                                             

Así que aquí estoy. En el tren siguiente al que he perdido, aferrado de mala manera a un asidero pringoso y luciendo unas ojeras que más parecen gafas.                                                                                 Estoy hablando del año 85 del siglo pasado y en algunas cuestiones se diría que se trata de la prehistoria: en aquellos vagones se fumaba con absoluta naturalidad y profusión y los “pikas” se dedicaban con tesón a perseguir cuadrillas enteras que viajaban “de colada” y que a veces ofrecían auténticos espectáculos acrobáticos.

A medida que mis brumas se disipan voy tomando conciencia de mis inminentes quehaceres: A las diez, rueda de prensa ordinaria que convoca el diputado general de Bizkaia, Makua. En principio no debe de ser algo demasiado complicado, se trata de colocar la grabadora, apuntar lo fundamental y después convertirlo todo en una de las noticias del informativo de las dos. No es actualidad taquicárdica ni previsible “scoop”, no tendré que esforzarme en dar con preguntas clave o en captar titulares. Soy un neófito de la información y a veces me veo perdido en selvas que en realidad no deberían pasar de jardines. Mi vida, por otro lado, es todo un homenaje a la ironía. Puedo estar un jueves cubriendo un lunch con la Confederación de Empresarios y el sábado llamando a la lucha de clases con mi banda rockera. Esta dualidad me sitúa a veces en situaciones esperpénticas. Mi mayor preocupación en esos momentos radica en el tiempo. He subido al tren en marcha y tengo por delante los minutos justos para hacer el recorrido hasta Bilbao, salir volando en “el apeadero”, atravesar como una flecha el parque, coger los bártulos en la emisora y situarme por los pelos en el lugar preciso. Sin embargo, algo empieza a fallar. En Sestao-Urbínaga el tren se ha retrasado en reanudar su marcha y ahora, en Olaveaga, a tan solo una estación de mi final de trayecto, el parón empieza a superar lo razonable y los nervios recorren los vagones en forma de murmullos. Efectivamente, una voz metalizada confirma lo que tememos: Señores pasajeros, por graves problemas surgidos en el trayecto, este convoy no puede concluir su recorrido. Rogamos lo abandonen a la mayor brevedad posible. Gracias.                                                    Así que corro. Corro sobre las vías, apartando pasajeros remolones y tropezando con raíles y traviesas. Corro entre obreros que corren en sentido contrario al mío dejando atrás un tren en llamas, corro entre botes de humo y pelotazos usando el pánico de gasolina. Corro entre coches sorprendidos y frenazos quemagomas generando amargas alusiones a mi familia. Corro atravesando el parque, propulsado por deyecciones caninas y en constante colisión con paraguas de todo tamaño y color. Corro hasta que mi pecho se alía con mi bazo y me exigen con sus punzadas que deje de correr. La puerta de la emisora se halla a unos quinientos metros y la rueda de prensa a unos diez minutos. No está todo perdido. Como es de esperar, Cristina, la recepcionista, no puede reprimir la carcajada. Mi aspecto debe de ser el de un pollo remojado y mi gesto, sin duda, conserva el estúpido rictus que da la velocidad. En unos instantes vuelven las malas noticias: –No quedan ya grabadoras. Hoy hay muchas convocatorias. “Como no vayas con esta”… Guti me lo dice con una mezcla de preocupación y guasa. Lo que me ofrece es un aparatoso modelo de bobinas que yo ni siquiera tengo el gusto de conocer. –Mira, es muy sencillo, éste botón a la derecha, este a la izquierda y esta palanquita en “on”. Si quieres rebobinar: aquí, y si quieres escuchar, aquí… ¿te repito? No, por dios. Me arriesgaré a confiar en mi memoria y sobre todo en la fortuna, aunque consciente de que hay un principio que se cumple en estos casos: “Si algo puede salir mal, saldrá”. Sólo hay que memorizar cuatro movimientos muy sencillos. Él lo hace con habilidad de prestidigitador, con esa misma que usan ciertos feriantes para venderte el cuchillo corta-todo que después no corta nada. No había tiempo para cursillos, así que cargo con la pieza de museo al hombro y me lanzo de nuevo a las calles con premura, confiando en mi memoria y en la suerte. Al menos no me ha visto el jefe. “Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla” debió de decir algún chino. Algo de eso me ocurre a mí. Si hace tan solo dos años me dicen que mi banda de rock iba a mantener una intensa actividad y que mi accidentada carrera de periodismo desembocaría en un curro fijo en la radio, habría cambiado  automáticamente de pitonisa. Sin embargo, las situaciones agobiantes son demasiado abundantes y cotidianas como para sentirme flotar sobre una nube. No, lo del día a día son más bien nubarrones, cuando no tormentas en toda regla y más desde mi ingreso en la sección de informativos.

Pocos meses atrás había conocido la dulce experiencia del programa propio. Un lienzo en blanco a llenar día a día con los colores que más me apetecían… entrevistas, montajes, música, sonidos de archivo, conversaciones con los oyentes… y encima un sueldo… demasiado, demasiado pronto. Todo se vino abajo cuando la dirección, en una maniobra tendente a subir la audiencia, fichó a la casi totalidad de la plantilla de los Cuarenta Principales con la intención de instituir una radiofórmula de “música y noticias”. Como mis músicas no cuadraban con los nuevos aires, me tocaron las noticias. El apasionante mundo informativo de la Euskadi de los ochenta: atentados recién cometidos, funerales encendidos, ruedas de prensa bulliciosas, obreros reconvertidos en luchadores callejeros, guerra de las banderas, “tostartekos” contra “armadores” … cada día podía verme en un nuevo planeta extraño, en otro conflicto de difícil interpretación donde era fácil dejarse llevar por lo evidente y difícil hurgar en las tripas de la verdad, o al menos en algo que se le acercara. A veces me sumergía en la más pura desesperación: una semana antes me había visto en medio del caos bursátil, tras ser enviado allí con una inquietante consigna: “Se rumorea que hoy va a pasar algo gordo en la bolsa, véte y entérate”. Sí, parecía que pasaba algo gordo pero ¿qué? Mis colegas (en sentido estricto) de otros medios, no tenían como prioridad explicarme nada y yo me movía entre aquellos psicópatas trajeados como si fuera invisible. Peor, como si fuera un estorbo Ni que decir tiene que mi falta de experiencia me crea problemas. Como bien suele decirse (gracias, Alkate) “cortando cojones se aprende a capar” y yo estoy todavía aprendiendo a manejar las tijeras (o como quiera que se llame lo que usen para capar, que ya me estoy cansando del símil). Como lógica consecuencia, no es extraño que a veces, dos minutos escasos de noticia me lleven un trabajo ímprobo y algún dato de interés se quede en la gatera. El día de la bolsa, por ejemplo, no pasó nada de interés, pero yo dejé pasar por alto lo que me dijo un broker jubilado con el que hice migas aquel día: “Tengo entendido que se van a fusionar las cajas de ahorros”. Lo comenté más tarde con otros periodistas, algunos “expertos” en el área económica y todo fueron sonrisitas y desdenes: “Es hasta físicamente imposible, habría muchas calles con dos sucursales de la misma caja”. Pues bien, pocos días después la noticia saltó a titulares y a mí se me quedó cara de lerdo, aún más de la que ya tenía.

La Gran Vía se va convirtiendo en un inmenso estruendo. Ese tren ardiendo que me daba la bienvenida a un nuevo día es un paso cualitativo en la desesperación de los operarios de “Euskalduna”. Las consecuencias en cadena, habituales en los últimos meses (intervención policial, cortes de tráfico, bomberos, ambulancias…) se han disparado hoy hasta crear un paisaje apocalíptico, como sacado de una película pesimista de ciencia-ficción. Braman bocinas y motores mientras los viandantes aceleran el paso con rictus de tensión. A mí, para completar el cuadro, se me va clavando en el hombro la correa del muerto que llevo colgando. Si tuviera que correr ¿qué hago con semejante lastre? “Bizkaiko Foru Aldundia”, “Diputación Foral de Bizkaia”. Aquí es. Siete minutos de retraso. Con el Cristo que hay en la calle seguro que empiezan tarde. Me lanzo escaleras arriba con decisión. Parece como si el artefacto del demonio hubiera perdido de pronto su peso. Mierda. Lo ha perdido de verdad. El enganche se ha soltado y el mamotreto boto escaleras abajo. Son solo tres botes, pero me duelen como navajazos en el pecho. ¡Ay, Dios! Un caballero de traje azul marino se ha visto sorprendido por la enorme bolsa negra que se le abalanzaba y lo ha asido cual pelota de rugby. Sin tiempo para explicaciones lo arranco de sus brazos farfullando disculpas y reinicio la marcha ciega. Solo tengo una idea difusa de dónde se halla el salón de plenos. Esas dos enormes puertas de vidriera parecen invitar. Hay luz adentro. Las acometo con brío y el estruendo acristalado al abrir parece asustar a una docena de reunidos en torno a una enorme mesa oval. –Perdón, ¿saben dónde es la rueda de prensa de Makua? Un silencio lánguido parece que va a ser toda la respuesta que merezco. Finalmente, uno de ellos, especialmente bronceado y repantingado, se digna en responder con tono cansino: –Las ruedas de prensa de la Diputación son en la Diputación… esto es Hacienda. Todos sonríen maliciosos al constatar mi error. Cuando vuelvo a cerrar las compuertas puedo escuchar sus risotadas. Es cierto, con las prisas no me he dado cuenta de dónde me metía en realidad. El maldito letrero me ha despistado. Me lanzo de nuevo a la calle donde la situación ha empeorado. Ahora el tráfico está literalmente parado y varios conductores se han bajado de los coches con aires de desesperación. El concierto de bocinas se une al de ambulancias impotentes. Un cielo roñoso dota al conjunto de un aura opresiva. “Por lo menos no llueve”, me digo mientras inicio una nueva carrera. Ahora llevo el peso sujeto por el asa y me veo obligado a cambiar de mano cada cuatro pasos. Me duele el corazón, me falla el resuello, son los doscientos metros más largos de mi vida. Finalmente me veo ante el palacio foral, pero tengo que atravesar una concentración de trabajadores de la limpieza que se agolpan en las escalinatas. Lo hago con tanta determinación que algunos congregados pierden el equilibrio. Subo los peldaños escuchando silbidos de fondo y alguna desagradable mención a mi querida madre. Las grandes compuertas de la entrada están cerradas. Me temo lo peor. Trato de abrirlas, el portón cede sin mayor problema, pero un policía foral me para en seco justo a la entrada.

–¿Adónde crees que vas? –A la rueda de prensa de Makua –consigo decir entre resuellos–.                         –¿Rueda de prensa? Hace más de media hora que ha empezado. No se puede pasar. –Un momento. Es muy importante que yo esté ahí –le digo mirándole fijamente a los ojos–. Te juro que si no me dejas lo voy a contar por la radio –añado, sin creer que soy yo el que suelta esas palabras–. En un primer momento la reacción del txapelgorri es un tanto desafiante, pero las consignas del grupo de la pancarta arrecian animados con la escena y finalmente cede. Más escaleras, más puertas. ¿Cuál abro? ¿dónde se sitúa la maldita convocatoria? Cuando mi respiración ahogada y mis latidos van recuperando su ser, creo escuchar un rumor lejano, teñido de cierta solemnidad. A medida que me voy acercando creo reconocer un timbre de voz enfático que podría ser el del diputado general. Abro tímidamente la puerta correspondiente y esta vez sí: varios compañeros de tareas rodean una enorme y lustrosa mesa presidida por José María Makua. Mi irrupción en la sala interrumpe levemente su discurso y hace girar cabezas hacia mi persona. –“Egun on mutil, jezarri zaitez”. Me dice el diputado, con tono campechano. Pero aún no voy a sentarme. Aprovechando que mi figura ha perdido interés, me sitúo en uno de los escasos asientos libres, en el extremo opuesto al orador y trato de sacar discretamente todo mi utillaje de la bolsa.

Como suponía, la carcasa trasparente que servía de tapa, se ha rajado ostensiblemente con la caída y las dos bobinas se han salido de su sitio. Empezamos bien. Extraigo el aparato entero, coloco las cintas en su lugar adecuado, inserto la clavija del micrófono y me repito mentalmente las instrucciones: “Izquierda, derecha, on”… bien. Muevo cada uno de los selectores tal y como –creo– me indicara Guti y… ¡sí! Las agujas de los vúmetros parecen moverse adecuadamente y un pilotito rojo sugiere que estamos grabando. Después del descalabro de las escaleras, es todo un milagro. Bien, Roberto, bien. Antes de dirigirme con mi artillería pesada hacia las inmediaciones del ponente, echo un rápido vistazo. Todos parecen ignorarme excepto una pelirroja de gafas redondas que me observa con disimulo y cierta guasa en la expresión. Los aparatos que arropan al mandatario son, en general, ligeros: seis o siete grabadoras de mano y un par de portátiles Sony con micrófono. Desde mi posición calculo el lugar donde voy a situar mi artilugio y su micro y emprendo la marcha. Procuro adoptar un aire indiferente, rutinario. Avanzo con el muerto del demonio, lo deposito en la mesa, acerco el micro a su posición y emprendo de nuevo la marcha al otro extremo. Durante la operación, el diputado ha tenido la deferencia de interrumpir su plática para permitirme maniobrar. Cuando ya ve que tengo el bolígrafo en la mano y el cuaderno abierto reanuda su speech, un vago listado de subvenciones a diversas entidades deportivas. Estoy a punto de respirar tranquilo pero lo mejor (o peor, según se mire) está por llegar. Las frases del político tienen de pronto eco. Peor. Tienen “rever”. Su voz se repite con unos segundos de retardo y ridiculizada por el sonido metálico del casete. En un primer momento tan solo muestra cierto desconcierto, pero el revuelo posterior entre mis compañeros de la prensa parece incomodarle:

–A ver, por favor, quíteme este tormento de aquí, si es usted tan amable. Me dice, no sin cierta irritación.

–“A ver, por favor, quíteme este tormento de aquí, si es usted tan amable”. Repite la máquina con tonillo robótico.

Los congregados estallan en una carcajada lacerante y yo me abalanzo hacia la grabadora sin saber muy bien para qué. Me siento un cruce entre Peter Sellers y el primer Woody Allen. Acciono botones y palancas en un afán represivo, pero no consigo parar su marcha. Justo al contrario. Alguno de mis movimientos provoca que los carretes inicien un avance enloquecido que termina por expulsarlos del aparato y entonces el descojono es ya desbocado. Para mi sorpresa –y alivio– compruebo que el propio diputado general se muere de la risa tapándose la cara con la mano. La rueda de prensa tardará cinco minutos largos en reanudarse. Para entonces el aparato del pleistoceno está fuera de combate y me las tengo que arreglar tomando apuntes como un descosido.

 

La sala está vacía. Hace unos minutos que el último periodista la ha abandonado. Estoy solo, desmadejado en mi asiento, contemplando un trasto agrietado y descompuesto. A través de la ventana puedo observar que la lluvia ha vuelto a escena. Si hasta ahora todo han sido despropósitos, lo que se avecina puede ser un cataclismo. A ver quién es el guapo que vuelve ahora a la emisora sin cortes de voz y con la grabadora escacharrada. Porca Vita. Justo cuando la desolación y un profundo sentimiento de Titanic anímico me van venciendo, algo me solivianta. Alguien ha posado su mano en mi hombro a la vez que enuncia mi nombre. Es ella. La pelirroja de la mirada acristalada.                                                                                                        

 –Perdona. Es que yo no voy a necesitar la cinta, porque soy de prensa escrita, si quieres te la paso…                                                                                                                                                         

 –Pero… ¿seguro?                                                                                                                                                         

 –Claro, otro día igual puede pasar al revés ¿no? Por cierto, yo que tú no me quedaría aquí mucho tiempo. De un momento a otro se va a montar la de dios.                                                        

Y sí. Cuando salgo a la calle “la de dios” ya está montada. El mundo parece caerse entre sirenas de policía, ambulancias, bomberos y bocinas cabreadas. Emprendo el camino de vuelta al redil. Hay palos, piedras y señales de tráfico torcidas. Hay consignas agrias y un rabioso chaparrón trata de borrar la humareda de los botes de humo. Pero todo me da igual. Un corazón feliz late en mi pecho y mis labios se arquean de forma inconsciente para silbar una estúpida melodía. La grabadora está rota, sí, pero…  “¿tú has visto el Cristo que hay en la calle? ¡Un milagro que haya llegado entera!”


 

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