Imposible olvidarla. Yo caminaba joven y arrogante con mis nuevos amigos de cuero negro hacia el tren que nos llevaría a Barakaldo. Llevábamos encima todos los suministros necesarios para una noche de auténtico punk-rock destroyer , en aquellos locos ochenta en los que se podían exhibir botellas por la calle sin mayores problemas. El mundo era nuestro. ¿Me gustaban todos mis acompañantes? En realidad no.
Podía sentir diferentes grados de afinidad y simpatía por aquellos compañeros puntuales de batalla, pero realmente no sentía, por ninguno de ellos, lo que se conoce por “amor”.
En ese momento vi a mi padre, que avanzaba con paso cansino hacia nosotros. Suponía un contraste indeseado. Llevaba su atuendo laboral de siempre: pantalones de tergal, zapatos de rejilla, camisa de cuadros, americana gris. Él volvía del trabajo, rumiando probablemente un día duro junto al torno y el estricto control del capataz. Observé como se hacía a un lado a nuestro paso, entre sorprendido y algo temeroso ante aquel bullicioso tropel y aunque traté de evitarlo, finalmente nuestras miradas se cruzaron fugazmente. Para su sorpresa, yo formaba parte de ese grupo de gamberros intimidantes.
No me paré. Me limité a saludarle sin muchas contemplaciones. Íbamos con cierta prisa a coger el tren y además, no estaba en el código de los 19 años pararse por la calle a charlar con familiar alguno. Pero aquella mirada fugaz no me resultó inocua. Regresa a mí cada cierto tiempo, cargada de significado. A mi padre, a pesar de nuestras diferencias y de momentos en los que lo hubiera estrangulado, sí le quería. En buena lógica, si lo natural es pasar el mayor tiempo posible con la gente que queremos, yo tendría que haberme quedado con él. “Cuida lo que amas”, dicen.
Pero la vida, está claro, no funciona así. En la infancia lo adoraba y nada me hacía sentirme más seguro que su mano callosa y recia. Hasta los catorce-quince años mantuvimos algún nivel de conversación. Las últimas las solíamos mantener en el balcón de casa. Hablábamos de deportes, de recuerdos, de política. Yo me ponía pretendidamente bolchevique para marcar territorio y él, que venía de una infancia aterrada por la guerra y una juventud marcada por la escasez, me advertía contra los peligros del fanatismo. La guerra había terminado unos 35 años antes, una distancia que entonces me parecía descomunal y ahora me resulta ridícula. Pero aquellas charlas se acabaron y llegó un tiempo de distancias y mutua incomprensión. Aquel día del concierto había también algo de decepción en su fugitiva mirada.
Con el paso de los años la he seguido interpretando y ahora, si tuviera que convertir en palabras el mensaje de sus ojos, creo que dirían algo así:
“Es posible que estés haciendo el idiota, hijo mío, y poco puedo hacer al respecto. Me preocupa verte así, pero… qué puedo hacer yo. Estás en la edad de vivir la vida, lo entiendo, y te ha tocado una época en la que tienes libertad para hacerlo. Pero no pretendas ser el más listo, el más nota, el gallito de la banda. Habrá siempre alguien que te gane. Pero nunca pierdas el timón ni consientas que otros lo lleven por tí. Por lo demás... ya sabes donde estoy”. Oscar Wilde dejó escrita aquella afinada cita: “Todos los hijos quieren a sus padres. Más tarde los juzgan y -a veces- hasta los absuelven”. Yo, desde luego, voy más allá de la simple absolución. Sí, es cierto, si me pongo a buscar encuentro sin problemas momentos en los que tal o cual decisión me parece errónea y hasta nefasta, también puedo recordar escenas de mierda y días oscuros pero ¿Quién no los tiene? y ¿Quién soy yo para juzgarlos? Después de una infancia repleta de miedos y privaciones dedicaron su juventud y su vida entera a trabajar para sacar a sus hijos adelante y lo hicieron con buenas dosis de cariño, comprensión y hasta humor, ¿Qué más se puede pedir? ¿Absolución? Vaya para ellos mi más sentida ovación. Mi padre murió con 61 años en 1987, al igual que le ocurría al protagonista de “El Extranjero” de Albert Camus, me resulta perturbadora esa sensación de que yo ya he superado con creces esa edad. Fue un hombre de su tiempo y su lugar, obrero metalúrgico de la margen izquierda, nacido y criado en Sestao entre los humos de Altos Hornos, viendo como su casa familiar se iba rodeando de colmenas inhabitables. Mi madre, nacida en un pueblo de Aragón y criada desde los 5 años en Santurtzi, lo conoció cuando llevaba a su hermano Luis la comida a la fábrica. Los bailes del txitxarrillo de Portugalete hicieron el resto. Por eso se emocionaba tanto cuando escuchaba “Te Recuerdo Amanda” de Victor Jara. Tanto poteo y tanto tabaco acabaron prematuramente con el corazón de mi padre, que quizás confió demasiado en su buena constitución. Mi madre llegó hasta los 93 y siempre llevaré clavado en el alma el mensaje que me repetía y que yo también quiero inculcar a mis hijas: “Ten base, ante todo, en esta vida hay que tener base”. Cuento todo esto porque, recientemente, vi a mi hija mayor y a sus alegres amigas adolescentes entrar en tropel en un vagón del metro, camino de no sé qué fiestas patronales. Iban cargadas de bolsas del hiper repletas de presuntas botellas. Se las veía felices, excitadas, riéndose y empujándose tontamente. Justo yo salía de ese mismo vagón que ella se disponía a tomar. Nuestras miradas se han cruzado por unos instantes. La suya tenía algo de fastidio y una pizca también -quiero creer- de amor, además de cierto brillo chispeante. Ha esbozado un tímido saludo y aunque ha dudado por un instante, finalmente no se ha parado a hablar conmigo.
(Extraido del libro "Puto Boomer)
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